Carta a una mariposa
Jaime Avilés
Jaime Avilés
Carlos Montemayor estaba en todo. Nada de lo humano le era ajeno. Era experto en disciplinas tan disímbolas y complementarias como la guerra, la poesía, la música y las lenguas vivas, muertas y en vías de extinción. Poeta, novelista, periodista, ensayista, activista, traductor, cantante de ópera, lo mismo daba conferencias magistrales en los salones del Estado Mayor, para explicar a los generales las razones de ser de los movimientos guerrilleros del siglo XX, que fungía como mediador entre el EPR y la Secretaría de Gobernación, participaba en congresos literarios, grababa discos y escribía sin descanso.
Tenía 23 años en 1971 cuando ganó el premio Xavier Villaurrutia por Las llaves de Urgell. Yo acababa de cumplir 19 cuando en 1973 lo conocí en Filosofía y Letras de la UNAM, y lo miraba hacia arriba: ya era un grande. Una mañana me salí de la aburrida clase de un profesor tan orejón y calvo como antipático, que daba Siglo de Oro, para ir a tomar café al Sanborns de San Ángel, con los poetas Marco Antonio Campos, Luis Chumacero (hijo de Alí), los cuentistas Carlos Chimal y Bernardo Ruiz, y desde luego Montemayor.
Quizá porque a pesar de sus tempranos laureles, todavía era un joven norteño que se sentía intimidado por la gran ciudad, Montemayor mezclaba el lenguaje coloquial con términos untados de prosopopeya que lo hacían hablar de una manera un poco rara. Aquella vez en Sanborns, por ejemplo, me dijo: “Pásame esa cuchara, parece que está impoluta”. En 1991 me invitó a presentar su novela Guerra en el paraíso, en la casa-museo de la guerrilla mexicana, que entonces dirigía el ex combatiente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, y también escritor, Salvador Castañeda.
Guerra en el paraíso, como todas y todos sabemos, aborda la lucha encabezada en la sierra de Guerrero por Lucio Cabañas Barrientos, quien murió peleando en 1974. Para componer esa obra, Montemayor no se limitó a recabar los testimonios de los campesinos que sobrevivieron a la furia represiva, sino que investigó en los archivos de la Secretaría de la Defensa y consultó documentos, hasta entonces desconocidos, que detallaban las operaciones del Ejército a lo largo del conflicto. Allí acrecentó, sin duda, su admirable erudición en asuntos militares.
Decir que la desaparición de Montemayor deja un enorme vacío que será imposible llenar es algo muy cierto, pero hay una página de su abultada agenda de temas sociales en la que podemos contribuir a paliar su ausencia. Durante los últimos años de su vida, Carlos defendió con tesón a los defensores del histórico Cerro de San Pedro (y aquí la palabra Cerro va con mayúscula, porque no se refiere a un sustantivo sino a un nombre propio), donde en 1600 se pactó el final de la guerra chichimeca, que había estallado medio siglo antes, cuando los conquistadores españoles abrieron un camino directo entre Zacatecas y Querétaro para traer a México la plata de las minas del norte.
Al invadir el desierto de lo que ahora se llama San Luis Potosí, fueron atacados por los grupos nómadas que lo habitaban, despectivamente llamados “cara de perro” (chichimecas) por los mexicas, que jamás pudieron conquistarlos. Las caravanas de carretas y mulas cargadas de piedras pletóricas de oro, plata, plomo, tungsteno y muchos minerales más, empezaron a ser saqueadas sistemáticamente, y quienes las conducían, muertos mediante certeros flechazos. Aquellos indígenas desnudos, que se dibujaban la piel con exóticos colores, sembraron el pánico en la región y obligaron a Felipe II a enviar tropas de refuerzo. La estrategia militar –óyelo Felipe, y escúchalo Calderón– no sirvió de nada. La guerra duró cinco décadas y llegó a su fin cuando la corona española confiscó las cuentas bancarias de los chichimecas y encarceló a todos los políticos (incluso al virrey) y a los grandes empresarios que los protegían y ayudaban a lavar dinero... ¿Qué?
Perdón, perdón, rectifico, no sé en qué estaba pensando: la guerra chichimeca terminó cuando los españoles entendieron que los indios, en realidad, saqueaban las caravanas porque tenían hambre y frío, así que en lugar de seguir construyendo fuertes en el desierto (que hoy son ciudades como Irapuato, Celaya, Matehuala, etcétera) aplicaron otra política económica, y lograron concretar la paz cuando los rebeldes recibieron alimentos y cobijas, sin saber que de tal modo se condenarían a vivir por los siglos de los siglos venideros en la miseria, la esclavitud y la más feroz de las explotaciones.
En 1600, los ganadores de la guerra fundaron la ciudad de San Luis Potosí, con sus siete barrios (incluido el de San Miguelito, que sale en los corridos de Jorge Negrete, y otros en donde fueron agrupados los indios), a escasos kilómetros (entonces leguas) del Cerro de San Pedro, al que dibujaron en su escudo de armas como emblema y seña de identidad. Pero al mismo tiempo, en ese hermoso promontorio, formado por más de 80 mil toneladas de roca, descubrieron un riquísimo yacimiento de plata que, entre otras cosas, financió el desarrollo de la deslumbrante arquitectura barroca potosina.
Cuando la plata y el oro, que siempre nace asociado a ella, se agotaron en la primera mitad del siglo XX, el otrora floreciente lugar cayó en el olvido y, como todos los enclaves mineros que en su día conocieron la abundancia, se volvió, casi, un pueblo fantasma. A principios de la década anterior, para su desgracia, el sitio fue redescubierto por la empresa canadiense New Gold-Minera San Xavier que, repartiendo dinero a manos llenas, obtuvo permiso para explorarlo y llegar a la conclusión de que, a cierta profundidad, debajo de la base del cerro, hay todavía inmensas reservas de oro.
Entonces, para adueñarse de esos filones de oro, a los depredadores canadienses no se les ocurrió nada mejor que volar el cerro con dinamita, removiendo las 80 mil toneladas de roca que le dan cuerpo (por eso conocemos ese dato exacto, ¿verdad?, no es que uno vaya por el mundo sabiendo el peso y la talla de los montes). La monstruosa idea no sólo constituye una amenaza para la flora y la fauna de la región –porque el oro que ya están sacando es lavado en tinas de lixiviación, al aire libre, que después filtran sus desechos venenosos al subsuelo–, sino también para las joyas arquitectónicas de San Luis Potosí, situadas a 30 kilómetros de distancia, porque las explosiones ponen en riesgo su integridad.
Aunque la lógica más elemental aconsejaría que para proteger la biodiversidad, el patrimonio cultural y la salud de las personas bastaría con expulsar a Minera San Xavier, el gobierno de Vicente Fox le dio el más rotundo espaldarazo, para que siguiera adelante, y la espantosa y asesina caricatura del “gobierno” actual la sigue apoyando con sumisión inquebrantable.
Además de escribir poemas, novelas, traducciones y artículos de prensa, además de cantar ópera y gozar la vida luchando en numerosos frentes a la vez, Carlos Montemayor defendió con ahínco al Frente Amplio Opositor (FAO) potosino, que combate jurídica y políticamente a Minera San Xavier, y no cejará hasta echarla de México. Si bien el vacío que deja Montemayor es irreparable, Desfiladero recoge desde hoy la estafeta que la muerte le arrebató de la mano a nuestro querido amigo, y se compromete a seguir, en su nombre, la batalla por el Cerro de San Pedro.
Esto le decía la otra noche a una mariposa de alas rojas a la que prometí escribirle esta carta, porque fue el primer animalito que vi, después de saber que ya está entre nosotros Valentina, la hija de Karina Avilés y Miguel Ángel Velázquez. ¡Bienvenida!
jamastu@gmail.com
Tenía 23 años en 1971 cuando ganó el premio Xavier Villaurrutia por Las llaves de Urgell. Yo acababa de cumplir 19 cuando en 1973 lo conocí en Filosofía y Letras de la UNAM, y lo miraba hacia arriba: ya era un grande. Una mañana me salí de la aburrida clase de un profesor tan orejón y calvo como antipático, que daba Siglo de Oro, para ir a tomar café al Sanborns de San Ángel, con los poetas Marco Antonio Campos, Luis Chumacero (hijo de Alí), los cuentistas Carlos Chimal y Bernardo Ruiz, y desde luego Montemayor.
Quizá porque a pesar de sus tempranos laureles, todavía era un joven norteño que se sentía intimidado por la gran ciudad, Montemayor mezclaba el lenguaje coloquial con términos untados de prosopopeya que lo hacían hablar de una manera un poco rara. Aquella vez en Sanborns, por ejemplo, me dijo: “Pásame esa cuchara, parece que está impoluta”. En 1991 me invitó a presentar su novela Guerra en el paraíso, en la casa-museo de la guerrilla mexicana, que entonces dirigía el ex combatiente de la Liga Comunista 23 de Septiembre, y también escritor, Salvador Castañeda.
Guerra en el paraíso, como todas y todos sabemos, aborda la lucha encabezada en la sierra de Guerrero por Lucio Cabañas Barrientos, quien murió peleando en 1974. Para componer esa obra, Montemayor no se limitó a recabar los testimonios de los campesinos que sobrevivieron a la furia represiva, sino que investigó en los archivos de la Secretaría de la Defensa y consultó documentos, hasta entonces desconocidos, que detallaban las operaciones del Ejército a lo largo del conflicto. Allí acrecentó, sin duda, su admirable erudición en asuntos militares.
Decir que la desaparición de Montemayor deja un enorme vacío que será imposible llenar es algo muy cierto, pero hay una página de su abultada agenda de temas sociales en la que podemos contribuir a paliar su ausencia. Durante los últimos años de su vida, Carlos defendió con tesón a los defensores del histórico Cerro de San Pedro (y aquí la palabra Cerro va con mayúscula, porque no se refiere a un sustantivo sino a un nombre propio), donde en 1600 se pactó el final de la guerra chichimeca, que había estallado medio siglo antes, cuando los conquistadores españoles abrieron un camino directo entre Zacatecas y Querétaro para traer a México la plata de las minas del norte.
Al invadir el desierto de lo que ahora se llama San Luis Potosí, fueron atacados por los grupos nómadas que lo habitaban, despectivamente llamados “cara de perro” (chichimecas) por los mexicas, que jamás pudieron conquistarlos. Las caravanas de carretas y mulas cargadas de piedras pletóricas de oro, plata, plomo, tungsteno y muchos minerales más, empezaron a ser saqueadas sistemáticamente, y quienes las conducían, muertos mediante certeros flechazos. Aquellos indígenas desnudos, que se dibujaban la piel con exóticos colores, sembraron el pánico en la región y obligaron a Felipe II a enviar tropas de refuerzo. La estrategia militar –óyelo Felipe, y escúchalo Calderón– no sirvió de nada. La guerra duró cinco décadas y llegó a su fin cuando la corona española confiscó las cuentas bancarias de los chichimecas y encarceló a todos los políticos (incluso al virrey) y a los grandes empresarios que los protegían y ayudaban a lavar dinero... ¿Qué?
Perdón, perdón, rectifico, no sé en qué estaba pensando: la guerra chichimeca terminó cuando los españoles entendieron que los indios, en realidad, saqueaban las caravanas porque tenían hambre y frío, así que en lugar de seguir construyendo fuertes en el desierto (que hoy son ciudades como Irapuato, Celaya, Matehuala, etcétera) aplicaron otra política económica, y lograron concretar la paz cuando los rebeldes recibieron alimentos y cobijas, sin saber que de tal modo se condenarían a vivir por los siglos de los siglos venideros en la miseria, la esclavitud y la más feroz de las explotaciones.
En 1600, los ganadores de la guerra fundaron la ciudad de San Luis Potosí, con sus siete barrios (incluido el de San Miguelito, que sale en los corridos de Jorge Negrete, y otros en donde fueron agrupados los indios), a escasos kilómetros (entonces leguas) del Cerro de San Pedro, al que dibujaron en su escudo de armas como emblema y seña de identidad. Pero al mismo tiempo, en ese hermoso promontorio, formado por más de 80 mil toneladas de roca, descubrieron un riquísimo yacimiento de plata que, entre otras cosas, financió el desarrollo de la deslumbrante arquitectura barroca potosina.
Cuando la plata y el oro, que siempre nace asociado a ella, se agotaron en la primera mitad del siglo XX, el otrora floreciente lugar cayó en el olvido y, como todos los enclaves mineros que en su día conocieron la abundancia, se volvió, casi, un pueblo fantasma. A principios de la década anterior, para su desgracia, el sitio fue redescubierto por la empresa canadiense New Gold-Minera San Xavier que, repartiendo dinero a manos llenas, obtuvo permiso para explorarlo y llegar a la conclusión de que, a cierta profundidad, debajo de la base del cerro, hay todavía inmensas reservas de oro.
Entonces, para adueñarse de esos filones de oro, a los depredadores canadienses no se les ocurrió nada mejor que volar el cerro con dinamita, removiendo las 80 mil toneladas de roca que le dan cuerpo (por eso conocemos ese dato exacto, ¿verdad?, no es que uno vaya por el mundo sabiendo el peso y la talla de los montes). La monstruosa idea no sólo constituye una amenaza para la flora y la fauna de la región –porque el oro que ya están sacando es lavado en tinas de lixiviación, al aire libre, que después filtran sus desechos venenosos al subsuelo–, sino también para las joyas arquitectónicas de San Luis Potosí, situadas a 30 kilómetros de distancia, porque las explosiones ponen en riesgo su integridad.
Aunque la lógica más elemental aconsejaría que para proteger la biodiversidad, el patrimonio cultural y la salud de las personas bastaría con expulsar a Minera San Xavier, el gobierno de Vicente Fox le dio el más rotundo espaldarazo, para que siguiera adelante, y la espantosa y asesina caricatura del “gobierno” actual la sigue apoyando con sumisión inquebrantable.
Además de escribir poemas, novelas, traducciones y artículos de prensa, además de cantar ópera y gozar la vida luchando en numerosos frentes a la vez, Carlos Montemayor defendió con ahínco al Frente Amplio Opositor (FAO) potosino, que combate jurídica y políticamente a Minera San Xavier, y no cejará hasta echarla de México. Si bien el vacío que deja Montemayor es irreparable, Desfiladero recoge desde hoy la estafeta que la muerte le arrebató de la mano a nuestro querido amigo, y se compromete a seguir, en su nombre, la batalla por el Cerro de San Pedro.
Esto le decía la otra noche a una mariposa de alas rojas a la que prometí escribirle esta carta, porque fue el primer animalito que vi, después de saber que ya está entre nosotros Valentina, la hija de Karina Avilés y Miguel Ángel Velázquez. ¡Bienvenida!
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