Carlos Fazio
La así llamada pacificación del país –eufemismo orwelliano para la realización de lo contrario–, aunque más letal que en Irak o Afganistán, es algo distinto de una guerra. Se trata de una violencia reguladora de la economía criminal (término técnico tomado del léxico de la contabilidad “ajuste de cuentas”), que en la actual ofensiva policiaco-militar del Estado mexicano incorpora algunos elementos de la lucha antisubversiva.
En las postrimerías del foxismo, los operativos en Atenco y Oaxaca fueron sendos laboratorios de una guerra sicológica contra masivas protestas sociales organizadas, que vinieron a sumarse al cerco de aniquilamiento vigente en Chiapas en el área de influencia del EZLN. A partir de diciembre de 2006, con Felipe Calderón en Los Pinos, la presencia masiva de militares y fuerzas paramilitares del Estado en vastas extensiones del país, respondió al ABC de la contrainsurgencia clásica, experimentada parcialmente en el sur-sureste mexicano tras la insurrección zapatista.
Junto con prácticas propias de un Estado de excepción y bajo el argumento de la “recuperación del territorio” (ergo, retomar la “plaza” en poder de otro cártel criminal), se ha venido llevando a cabo una diseminación geográfica de las fuerzas armadas y una cuadriculación contrainsurgente del territorio nacional, aplicándose detenciones, arraigos y allanamientos sin orden judicial y estableciendo retenes con varios casos de víctimas mortales, con el objetivo encubierto de imponer un control de población de facto, así como la destrucción preventiva de organizaciones definidas desde la óptica castrense como herramientas del “enemigo interno”. Cabe recordar que un informe de la Sedena (La Secretaría de la Defensa Nacional en el combate al narcotráfico, 2008), proyectaba una “simbiosis” entre cárteles criminales y “grupos armados desafectos al gobierno”, a los que había que “aniquilar”.
Sujetos a una legalidad aparente, merced a un Congreso y un Poder Judicial cómplices y obsecuentes, en el marco de esa “guerra” difusa e indefinida, el Ejército y la Marina han renovado funciones similares a las de los años del plomo del diazordacismo y el echeverriísmo. Entre ellas, la inteligencia política y la acción policial, que en tiempos normales incumben a las autoridades civiles. Y es bien sabido que quien dice “información” dice “interrogatorio” y entonces “tortura”, lo que lleva a hacer saltar por los aires la picota de la legalidad.
Un resultado concreto de ese trabajo de “limpiador de cloacas” –como lo llamaba el general Massu en Argelia– es la multiplicación de denuncias por violaciones a los derechos humanos cometidas por integrantes de las fuerzas armadas. No obstante, de manera subrepticia, los militares se han venido arrogando competencias policiales y terminaron reclamando, en particular, una legislación de excepción hecha a su medida.
En nombre de hacer más “eficaz” la lucha contra el crimen y la subversión, el Ejecutivo federal ha elevado al Congreso iniciativas de ley que buscan eliminar las restricciones políticas de tiempo de paz y limitar las garantías de los derechos humanos universales, que (en principio) hacen ilegítimas la práctica rutinaria de la tortura, las ejecuciones sumarias extrajudiciales y la desaparición forzosa de personas, así como la existencia de escuadrones de la muerte y grupos de limpieza social, elementos, todos, propios de la guerra sucia. Un modelo político-militar que no es ni más ni menos que la matriz del terrorismo de Estado.
Cabe advertir que la guerra sucia, tal como la practicaron los franceses en Argelia, Estados Unidos en el sureste asiático y los regímenes de “seguridad nacional” en Centro y Sudamérica, entraña la emergencia de una ideología reaccionaria y antirrepublicana, incluso una deriva fascista, en el seno de la institución militar, que la impulsa a reivindicar el ejercicio directo del poder según un programa en el que la dictadura es erigida a rango de “arma de guerra”. Según la experiencia, en esos regímenes el “enemigo subversivo” y la población que le da apoyo constituyen los objetivos que se deben intoxicar propagandísticamente, persuadir o aniquilar por todos los medios.
En ese contexto, el asesinato de la luchadora social Josefina Reyes en Ciudad Juárez; los homicidios de testigos protegidos, como el ex agente federal Édgar Bayardo (¿fuego amigo?); el suicidio inducido (o la eliminación) de Jesús Zambada, quien apareció ahorcado en un recinto de la PGR, así como el medio centenar de balas que terminaron con Arturo Beltrán Leyva, permiten constatar la presencia de algunos rasgos típicos del terrorismo de Estado. Verbigracia, en el caso de la exposición pública del cadáver de Beltrán, exhibido como trofeo y con mensajes en código entre pares, todo indica que se trató de una ejecución con valor ejemplarizante que sigue los cánones de la guerra sucia, según los cuales se debe terminar con los heridos y asesinar vencidos o sospechosos en represalia por la muerte de soldados o para vengar camaradas. No se trata de una falla del sistema, sino de una ejemplaridad al margen de la ley, que desnuda a los ejecutores y al Estado mafioso.
Así como la tortura y la desaparición forzosa (hoy levantones) son factores esenciales de la lucha contrainsurgente, la exposición pública de cadáveres de “enemigos” –o narcos, da igual– es una técnica de la guerra sicológica. A lo que se suman el helicóptero como instrumento de combate, el espionaje masivo, los autoatentados y sabotajes, los vehículos sin placa, las cárceles clandestinas. Muchos de esos elementos reaparecen en México, incluida la importación, ahora, de los “falsos positivos” (en Colombia: civiles detenidos y asesinados por el Ejército, que se hacen pasar por “guerrilleros” muertos en combate) y la cédula de identidad biométrica de impronta estadunidense.
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