lunes, 25 de enero de 2010

En los penales, la muerte tiene permiso

Miguel Ángel Granados Chapa

El miércoles pasado fueron asesinados 24 reos en el penal principal de Durango. Me cuesta trabajo llamar a un establecimiento de esa naturaleza “Centro de Readaptación Social”, como es su nombre formal, porque en esos lugares todo está organizado para que nadie se readapte. Se trata quizá de la mayor matanza de reclusos en lo que es aparentemente una riña pero que muy probablemente fueron ejecuciones. En esa cárcel murieron 17 presos más en no remotos acontecimientos violentos, uno en noviembre de 2008 y los restantes en episodios ocurridos en marzo y mayo pasados. En la otra penitenciaría grande de Durango, la de Gómez Palacio, en la Comarca Lagunera, perecieron con violencia 27 internos, sólo en 2009.
Presumiblemente, este 20 de enero las muertes resultaron de una reyerta entre bandas rivales, o de la aplicación de castigos decididos por la comunidad de internos. Pero el propio comandante de la X Zona Militar, general Moisés García Melo, cuyos efectivos llegaron al reclusorio a sofocar la violencia, sugirió que las víctimas podrían haberlo sido por encargo. Una tercera parte de los muertos eran recién llegados a la prisión, y se hallaban todavía en un área de alojamiento provisional, hasta donde llegaron los atacantes que los privaron de la vida.
Buscando a mano en mi colección de Proceso –porque mi premodernidad me inclina a la revisión física de los ejemplares, más que a la consulta a través de internet–, localizo la edición que me parecía recordar. Es el número 1691, correspondiente al 29 de marzo del año pasado. En la portada aparecen manchas de sangre, los restos de una cruenta batalla, definidos con estos titulares: “Penal de Ciudad Juárez (4-03-09) / Crónica de una matanza a sangre fría”. En esa fecha, el 4 de marzo pasado, 21 reos perdieron la vida, también bajo la apariencia de una gresca. Pero como averiguó la reportera de nuestra revista, Patricia Dávila, “el ataque no fue al azar: los nombres de aquellos que debían morir esa mañana estaban anotados en una lista”.
Como los reos muertos en Juárez, los de Durango pudieron ser ejecutados. En las cárceles mexicanas está vigente la pena de muerte, prohibida por la Constitución y sólo añorada por mentalidades autoritarias, cuyo morbo es explotado oportunistamente por el Partido Verde. A los mil factores que han hecho un desastre del sistema penitenciario nacional hay que agregar la existencia de un “orden” interno sustentado en un código que incluye expresamente la supresión de la vida, o que la admite por encomienda venida de fuera.
El hacinamiento es el padre de todos los vicios en las prisiones. En la de Durango donde esta vez corrió sangre deberían estar alojados mil 854 presos y alberga a 2 mil 183. La diferencia resulta de la irresponsabilidad del gobierno federal. Al fuero que le corresponde administrar pertenecen 808 reos. O sea que si no hubiera en ese establecimiento estatal otros prisioneros que los correspondientes al fuero común, no habría sobrepoblación. El excedente está compuesto por los presos federales, a los que el gobierno respectivo debería tener en sus propias prisiones, llamadas también “de Readaptación Social”. La Secretaría de Seguridad Pública, sagaz y criminalmente, prefiere tener espacios sin ocupar en sus establecimientos –todos ellos están subpoblados para mejor regirlos– y pagar a los gobiernos de las entidades para que retengan entre sus rejas a los reos federales.
El sistema carcelario, practicado en el siglo XXI con apenas algunas diferencias al vigente centurias atrás, está minado por varias anomalías. En general, salvo excepciones, se recluye en un mismo establecimiento a los procesados y a los sentenciados. La mezcla de ambas condiciones jurídicas es grave, porque los procesados pueden ser inocentes que paguen injustamente prisión preventiva mientras un juez dicta sentencia y ésta adquiere la firmeza de la cosa juzgada. La contaminación entre personas apresadas sin causa –pero por dolo o error– con delincuentes avezados se produce también cuando conviven en las mismas crujías los primodelincuentes y los reos reincidentes y consuetudinarios. En esos casos se cumple el añejo pero exacto lugar común que tiene a las cárceles como universidades del delito.
Ninguno de esos modos de convivencia debería ocurrir, porque lo prohíben expresamente la Constitución y las leyes penitenciarias. Pero ocurre que esa formación no es el único orden vigente en las prisiones. La investigadora Herlinda Enríquez Rubio Hernández ha encontrado la existencia de tres clases de normatividad. Aquella, la primera, la formal, es prácticamente letra muerta. Tienen eficacia, en cambio, otros “órdenes jurídicos”: el que legislan y aplican las autoridades carcelarias, incluidos los custodios; y el que ponen en práctica los reclusos mismos. Por eso tituló el libro resultante de su indagación El pluralismo jurídico intracarcelario.
“La coexistencia de los referidos sistemas normativos –dice la autora–resulta extraña, inverosímil y hasta contradictoria, puesto que el sistema normativo oficial sólo se puede observar en el papel; aquel que es ejercido por el personal, y en especial por el que se encarga de la seguridad y la custodia, sólo atiende a sus intereses y pretende solamente de manera declarada poner en práctica la ley vigente, pero el resultado es algo ajeno a ella. Por su parte, el sistema instituido por los internos, mismo que se encuentra totalmente al margen de la ley, es el que rige las vidas y marca las reglas del juego por y para ellos mismos.”
En los dos mecanismos normativos ilegales pero eficaces hay lugar para la muerte. El del personal, incluidos los custodios, “es profundamente punitivo, toda vez que el incumplimiento de una norma oficial o extraoficial, trátese de retraso, olvido o negativa, se castiga invariablemente, con posibilidades francamente escasas de eludirlo”. En ese orden “no hay inhibiciones, ni siquiera contra las formas más graves de la destructividad”.
Además de las ejecuciones mercenarias, las que se realizan por encargo, ya sea de internos u ordenado desde fuera, la investigadora Enríquez Rubio encuentra que el ajusticiamiento puede ser “motivado por la presencia de un recién llegado, o por el ingreso de alguien que cometió en el exterior un delito de tal naturaleza que provoca consternación en el grupo (…) El primer paso para ajusticiar a un interno consiste en promover por parte del ofendido o de quienes lo representen el proceso para castigar algunas de las conductas motivadoras (…) Posteriormente se lleva a cabo el juicio, ya sea en presencia del imputado o sin él, se analiza el caso, se observan las pruebas y se determinan las acciones que deben ejecutarse. Se procederá de inmediato si se encuentra presente el ajusticiado; en caso contrario se traza un plan de acción que permita consumar la ejecución del castigo”.
En los penales, la muerte tiene permiso.
Proceso 24/01/2010

No hay comentarios: