lunes, 10 de agosto de 2009

¿Costo colateral?

Denise Dresser

"Valiente". "Audaz". "Osado". Éstos son los calificativos que Barack Obama usará en la cumbre de Guadalajara para describir a Felipe Calderón y su lucha contra el narcotráfico. Son aplausos merecidos: el Presidente ha librado la guerra que encabeza con una persistencia irrebatible. Pero antes de que la palmada en la espalda se vuelva demasiado efusiva, es importante recordar los costos y las consecuencias de la cruzada calderonista para reposicionar la autoridad del Estado. En México hoy las violaciones a los derechos humanos cometidas por el Ejército y la policía van en aumento, pero la impunidad persiste. Y aunque Obama y nosotros podemos reconocer los esfuerzos que Calderón promueve, es necesario insistir que la ilegalidad no puede ser combatida violando la ley.

Con 45,000 soldados recorriendo el país ha sido posible capturar a más narcotraficantes, encarcelar a más cómplices, confiscar más cargamentos. Pero la violencia va en ascenso, mientras que los efectos de la "guerra contra el narco" se vuelven alarmantemente claros: el número de denuncias por violaciones de derechos humanos cometidas por el Ejército ha crecido 600 por ciento en los últimos dos años, llegando a 140 por mes. La guerra contra las drogas se está convirtiendo en un serio problema para la población civil, que no debe ser minimizado o clasificado como daño residual. Los militares están capturando capos, pero también están violando garantías individuales. El combate al crimen está generando su propia forma de criminalidad.

A la luz de esto, el senador Patrick Leahy tuvo razón en rechazar el reporte que el Departamento de Estado estadounidense iba a emitir, sugiriendo que México ha honrado los compromisos de derechos humanos contenidos en la Iniciativa Mérida. Tuvo razón en recordar que, como parte de los 1.4 mil millones de dólares que México recibirá, el gobierno mexicano hizo promesas que aún no cumple. A cambio de la colaboración, México aceptó las condiciones. Contrajo compromisos que entrañan mayor transparencia por parte del Ejército y mayor rendición de cuentas por parte de sus miembros.

Una y otra vez, el gobierno de Felipe Calderón ha resistido estos requerimientos, aunque están contenidos en una iniciativa bilateral que aceptó. Su recalcitrancia lo lleva a asumir una posición contradictoria e inconsistente. Porque por un lado exige mayor involucramiento estadounidense en la guerra contra las drogas. Pero por el otro, defiende obstinadamente el excepcionalismo militar con respecto a la justicia y -cuando resulta políticamente conveniente- enarbola un discurso antiintervencionista que corre en contra de su exigencia de mayor ayuda. Quiere los helicópteros y los recursos de la Iniciativa Mérida, pero sin cumplir las obligaciones de derechos humanos que involucra. Quiere el cheque pero exige que sea en blanco.

El Presidente piensa que las violaciones a los derechos humanos son costos menores. Colaterales. Secundarios. Los que el país debe estar dispuesto a pagar porque, según dice, "la mayor amenaza a los derechos humanos es la criminalidad". Pero desafortunadamente la postura de Felipe Calderón es contraproducente y acabará minando la causa que defiende. Porque los abusos militares que no son sancionados reducen el apoyo público a la guerra que el gobierno intenta ganar. Porque si la impunidad abarca hasta el Ejército, erosionará la credibilidad que ha logrado mantener entre la población. Porque si en los círculos castrenses y policiacos suceden crímenes sin castigo, será imposible construir el Estado de Derecho en un país donde funciona de forma intermitente. Porque la criminalidad no se puede combatir con más criminalidad.

A menos de que el gobierno de Barack Obama insista y el de Felipe Calderón cumpla, la Iniciativa Mérida acabará financiando la impunidad uniformada. Permitirá que militares y policías continúen haciendo lo que hacen ahora: detener arbitrariamente a las personas, torturar para extraer confesiones, ignorar el debido proceso mientras llevan a cabo arrestos y eludir cualquier tipo de sanción por ello. Hasta que el general Galván haga más que proveer información incompleta sobre los militares investigados -como lo hizo en Washington recientemente- la ayuda estadounidense perpetuará el statu quo.

Por ello, antes de que Barack Obama ensalce con entusiasmo a Felipe Calderón en Guadalajara, debería -y deberíamos- hablarle de las mujeres violadas por el Ejército en Chihuahua, de la familia acribillada en un retén en Sinaloa, de las 30 personas apresadas sin el debido proceso en una iglesia en Michoacán. Y sí, habrá quienes digan que éstos son casos aislados. Menores. Intrascendentes. Habrá quienes cuestionen ¿para qué alzar la voz si no soy de Chihuahua? ¿Para qué reclamar si no soy de Sinaloa? ¿Para qué exigir el respeto a las garantías individuales y a los derechos humanos si nunca voy a misa en Michoacán? Y la respuesta es muy sencilla: porque cualquier día usted, lector o lectora, podría ser el siguiente "costo colateral".

Reforma10/08/2009

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