lunes, 5 de mayo de 2014

Reportero de La Jornada se vistió de indígena y acudió a Polanco; esto ocurrió




¿Y tú qué estás haciendo aquí?, cuestiona policía a hombre de traje típico que no encuadra en el paisaje

¿Y tú qué estás haciendo aquí?

La pregunta me dejó mudo. Sobre todo porque es evidente que lo único que estaba haciendo ahí –en la banca de un camellón– era estar sentado, sin mover un solo músculo. Si no tuviera puesto un traje huichol, no sé si alguien me habría cuestionado de esa forma.

De pie frente a mí, el agente de policía F. Zúñiga –así dice su placa, aunque la traiga al revés– no me quita la vista de encima en espera de mi respuesta. No sé si es porque mi disfraz no lo convence o porque mi apariencia no encuadra en el paisaje dominical de la colonia Polanco.

Pasan los segundos y yo sigo sin saber qué contestar. Lo único que sé es que a su modo, sin querer, es él quien me está ayudando a responder la pregunta que me trajo a esta banca: ¿los mexicanos somos racistas?

Si hubiera hecho una encuesta sobre el tema para escribir un reportaje sobre el Día Internacional de la Eliminación de la Discriminación Racial –que se conmemora cada 21 de marzo–, algo me dice que todos habrían contestado con un rotundo no.

Por eso, la mejor idea que se le ocurrió a este reportero fue conseguir un traje indígena –amablemente rentado por el artesano wixárika Jesús Carrillo– y caminar por las calles de una de las zonas más ricas y exclusivas del Distrito Federal.

Luego de un viaje en Metro, donde paso casi totalmente desapercibido, llego a la avenida Homero a esperar al fotógrafo que me acompaña en este experimento. Antes de 15 minutos, F. Zúñiga se me acerca para preguntarme de dónde es mi traje, y cuando le contesto huichol, hace un gesto de admiración enfatizado con el pulgar arriba.

Pero la simpatía acaba en un segundo porque de inmediato me suelta a bocajarro: ¿Y tú de qué la giras? Me llama la atención que me tutée casi con altanería, como si me conociera.

Se me ocurre decirle que soy artesano, pensando que su curiosidad va a terminar ahí, pero en vez de eso se suelta con un interrogatorio en toda regla: ¿De qué trabajas?, ¿en dónde vives?, ¿de qué estado eres?, ¿hasta qué año estudiaste?

Mientras atiende mis respuestas inventadas, el policía escucha en su radio la advertencia de un compañero de que en los alrededores hay un sujeto del sexo masculino con un tatuaje. Parece que ya somos dos sospechosos en la misma cuadra.

Cuando llega la pregunta de ¿y tú qué estás haciendo aquí? y finalmente contesto esperando a un amigo, aparece el fotógrafo y nos esfumamos.

La siguiente parada es en Plaza Antara. Al caminar por ahí, viendo los escaparates, siento las primeras miradas de curiosidad –algunas discretas y otras descaradas–, pero también de desprecio y de burla.

No escucho un solo insulto, pero percibo la incomodidad de muchos. Dos edecanes de una tienda de ropa, que le ofrecen, con una sonrisa de oreja a oreja, bolsas con un obsequio a todos los que pasan, a mí me brincan olímpicamente.

Seamos justos: no en todos lados la reacción fue mala. Los meseros de los restaurantes de Mazaryk me ofrecen la carta, me dicen buenas tardes; los gerentes de un casino me invitan a pasar; los dependientes de una heladería me sirven de inmediato.

Es la gente común la que reacciona con más racismo. Entro a una tienda de ropa deportiva y me pongo a mirar playeras y pants. Cuando me nota, inmediatamente una mujer le ordena a su hijo: hazte para acá, pero como el niño sigue jugando de panza en el suelo, le repite la orden con una voz en la que ya se adivina la alarma, mientras me mira de reojo.

Decido terminar de arruinarle el fin de semana al acercarme. En ese momento prefiere salirse del lugar con paso rápido, ordenándole a su esposo y a sus hijos: ¡vámonos, vámonos!. Me sorprende entonces descubrir que el sentimiento que vi en sus ojos no era asco, molestia o fastidio. Era, simple y sencillamente, miedo.


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