Paco Ignacio Taibo II
Una vez te dije que viejos rojos, viejos rockeros y viejos novelistas nunca mueren y me propusiste que añadiera a la lista a los cantantes de ópera. Tengo que confesarte que nunca lo hice.
Estábamos en una gira enloquecida por Italia de presentaciones cruzadas de nuestros libros recientes y teníamos un montón de pactos: yo no rechazaba una copa de vino y a ti te tocaba doble: nunca repetíamos la misma presentación y hablábamos de política cuando esperaban que habláramos de literatura y a la inversa. En algún lugar descubriste un piano y un pianista y mezclamos defensas de los zapatistas, con reflexiones sobre la novela y luego te pusiste a cantar áreas de óperas de Verdi ante un grupo de entusiastas adolescentes sentados en el suelo, que parecían estar muy contentos de que los intelectuales de izquierda mexicanos fuéramos tan heterodoxos.
No siempre nos quisimos bien. ¿Te acuerdas del encontronazo en Mérida? Y luego llegó Guerra en el paraíso, como bien sabes me deslumbró y nos sentamos a discutirla, y nos hicimos muy amigos. Mezclándonos en esta vorágine de resistencias e historias que ha sido el México de estos años.
Tengo que llevarte el prometido video donde en la ceremonia de clausura de la Semana Negra en Gijón cierras la informalidad cantando el brindis de La Traviata con una botellita de Pepsi en la mano.
En ese mismo viaje, después de mostrarte las virtudes de la fabada, se me ocurrió decirte que la comida chihuahuense era un mito. Espantado ante tanta herejía juraste que íbamos a corregir el despropósito. Y días después de retornar a México me llevaste a un restaurante en la colonia Roma, llamado La batalla de Tequila, y nos pusimos verdes de tanto chile asadero, caldillos y guisos, que casi tuvimos que bajar las escaleras de rodillas, yo pidiendo humildemente perdón.
Fue entonces cuando me contaste tu teoría de por qué los chihuahuenses o los coahuileños, o los norteños de Durango o Sonora no han tenido problemas para apropiarse de la cultura helénica. “Estás ahí sentado a la puerta del rancho –decías–, y ves pasar a una vaca. Y no es de nadie. Zas, te la apropias. Y luego ves pasar a lo lejos un ejército de hombres sudorosos con armas de bronce, que apenas brillan en el sol que se acaba, y zas, te los apropias. Y te encuentras de repente con que La Iliada y La Odisea son tuyas.” La teoría resultaba fascinante y siempre intenté encontrarle un complemento que explicara que los que nacimos mirando al mar tenemos la misma posibilidad de apropiarnos de lo que va pasando en piraguas, falúas, veleros o vapores. Nunca te la he contado.
Me quedan siempre cosas por decir. Llego siempre tarde a todo: a los homenajes, a los recuerdos, al dolor de la pérdida, a la memoria. Es la condena del que espera una segunda oportunidad. Sea esta una vez más. Pero estate tranquilo, añadiré a los cantantes de ópera a la lista de los que nunca mueren, te seguiré leyendo, me seguiré olvidando de llamarte por teléfono para aquella comida que tendríamos en casa, que habría de ser esta semana, y que no podría ser cena y en la que Paloma había prometido lucirse en la cocina porque quería agradecerte la larga conversación solidaria que tuvieron cuando fue despedida hace unos meses.
Y seguiré conversando contigo en las noches, como hago con tantos otros.
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