lunes, 11 de abril de 2011
“México se está convirtiendo en tumba de nuestros hijos”
Los padres de “Gabo”, otro de los siete jóvenes asesinados en Cuernavaca, exigen esclarecer el multihomicidio; se mudarán por miedo Lunes 11 de abril de 2011 Cristina Pérez-Stadelmann CUERNAVACA Gabriela no contaba con que a sus 45 años el pelo se le caería a puños, las canas surgirían de una hora para otra, los surcos y las arrugas de la frente se amontonarían, la piel se le secaría hasta sangrar y el vientre le doliera tanto, justo en el centro del cuerpo, “donde nacen los hijos”, como le está doliendo. No soporta que la crean viva, si no lo está. No tolera que su hijo, el primero, haya muerto con el cuerpo dolido y con signos de tortura. Las náuseas no la dejan comer, el terror no le permite cerrar los ojos. No duerme. “Me estoy secando junto con mi hijo Jaime Gabriel. Porque al incinerarlo a él eso hicieron: secarlo, hacerlo cenizas. Yo también me estoy desintegrando”, dice Gabriela mientras abre la puerta de su casa para que pasemos a ver la urna de su hijo Gabo, como le decían. La urna está en su buró. En la placa que la acompaña puede leerse el nombre de su hijo, la fecha de su nacimiento y muerte, y las palabras “Hakuna Matata”, una frase del la película El rey León que Jaime Gabriel hacía constantemente suya. “‘Hakuna Matata…, sin preocuparse es como hay que vivir’ , cantaba mi hijo cuando algo le inquietaba”, dice su madre mientras acomoda en su altar la sopa instantánea que a Jaime Gabriel le gustaba; la foto que quiere conservar de él, una pulsera que hace poco le regaló, y varios objetos que sólo ella reconoce el por qué. Gabriela está casada con Máximo Antonio y tenía cuatro hijos. Hoy cuenta con Alejandro, de 24 años; Omar, de 23, y Pamela de 17. En su espalda tiene tatuadas cuatro estrellas, una por cada uno de sus hijos. Dice que se tatuará una más y se reserva el derecho a explicar por qué. Sólo quiere una estrella más en su piel, pero después rectifica. “Quizá me tatúe una libélula, eran la pasión de mi hijo”. Quiere que su cuerpo sirva como tela para ahí guardar los símbolos de Gabriel. Máximo, que no gustaba de los tatuajes, dice que también llevará uno con el rostro de su hijo en su espalda. Este año Gabriela cumple 25 años de casada, los mismos que tenía su hijo Jaime Gabriel Alejos Cadena, asesinado la madrugada del pasado domingo 27 de marzo, junto con María Del Socorro Estrada Hernández, de 44 años, el joven Juan Francisco Sicilia Ortega (hijo del escritor Javier Sicilia y de la señora Socorro Ortega) y Julio Cesar y Luis Antonio Romero Jaimes (ambos hermanos); y Álvaro Jaimes Aguilar (tío de los hermanos Romero Jaimes). Los cuerpos fueron encontrados adentro de un automóvil, atados de pies y manos, muertos por asfixia. Hasta el momento, se desconoce el móvil. Cenizas y recuerdos Máximo tampoco conocía lo que intenta describir como la tortura, lo innombrable, la confusión que significa reconocer el cuerpo de un hijo muerto. “Mi cabeza no descansa. Va a explotar, ya no quiero pensar. Yo lo veía en esa plancha de la Procuraduría, con esa muerte horrible, y no me salía una sola lágrima. Luego ese vacío entre nosotros. No debería permitirse tanto silencio entre un padre y un hijo”. El padre asegura que ese es el momento en que el llanto comienza a reñir con la palabra, la tragedia, el terror, el pensamiento. “El llanto se traba; aún lo tengo trabado”, dice Máximo Alejos Enciso, mexicano, católico, abogado de profesión y comerciante. Jaime Gabriel y su padre Máximo tenían una tienda de juguetes. El futuro de este joven de 25 años se encaminaba hacia la medicina. Era la carrera que quería seguir, pero prefirió apoyar económicamente a sus padres antes de incorporarse a la universidad. En eso estaba cuando fue asesinado. También estaba a cuatro días de mudarse con su novia Lizette a una nueva casa en el mismo fraccionamiento. La casa ya rentada, los muebles puestos. Ese es otro vínculo, otro techo que tendrá que deshacerse. Ellos tenían una relación de cuatro años. “Lo que sentí cuando vi su cuerpo fue terror, fueron ganas de curar sus heridas con las yemas de mi manos, mientras mi hijo permanecía en el servicio forense, luego tuve que reconocer los cuerpos de sus tres grandes amigos que de alguna manera también los sentía como mis hijos, porque los vi crecer, pasábamos mucho tiempo juntos. Ahí a su lado, durante los días que estuvimos en la Procuraduría, aún podía oler a mi hijo Jaime Gabriel cuando parecía que nada más quedaba de él. Hoy sólo quedan sus cenizas y nuestros recuerdos. Pero esas, su cenizas, su tumba y su altar no estará en Morelos. Nos desterraron de este México en el que yo creía. Yo voté por Calderón, voté por el cambio; y no lo culpo a él ni al Marco Antonio Adame Castillo, pero sí a los gobernantes que han permitido que México se esté convirtiendo en la tierra y la tumba de nuestros hijos”, dice Máximo Antonio. “Era un hombre limpio” “Mi hijo era un hombre limpio, no tenía ningún antecedente penal, no es justo que haya muerto de esa manera”, grita esta vez un hombre que exige justicia, pero que no quiere otra cosa que llevarse las cenizas de su hijo hacia otra parte donde su familia no corra más riesgos. “Nos rompieron el alma y la vida. México ya no es nuestra patria. Morelos solamente será el lugar donde lo asesinaron, y en la Procuraduría lo contaban como un muerto más y aquí no queremos quedarnos. Tememos por nuestra vida”. Omar se abisma mientras recuerda a su hermano. Pamela, la menor, prefiere recordar cómo la molestaba todo el tiempo. “Jugábamos mucho”, dice sin separarse de su madre. “Hay ciertas cosas que uno no concibe que no vayan a repetirse”, agrega, mientras revisa una foto de su hermano mayor. Gabriela pide que alguien le explique cómo sacudirse el dolor y recuerda que durante esos cinco días, mientras se hacían los trámites en la Procuraduría, ella le rogaba a su hijo que por favor hicieran un pacto, que se acabara la broma, que regresara. “Gabo era un joven al que le gustaba bromear”. Después Gabriela sabría que con los muertos no hay más tratos, ni pactos. “No quise verlo muerto, prefiero recordarlo con esa sonrisa ladeada que tenía. Era un ser de luz. Ahora sé que hay gente sin alma, como aquellos que mataron a mi hijo y a cada uno de los que estaban en ese automóvil”, agrega. Gabriela dice no sentirse sola en el dolor, al contrario, durante las marchas a las que ha acudido, otras madres se le han acercado para compartir sus historias. “Todas de violencia, historias de más de media centena de personas que no debieron morir como producto de la violencia que vivimos en México”. Mudanzas forzadas El asesinato de esa madrugada del 27 de marzo fue violento. Gabriela grita justicia, aunque tiene miedo de saber qué se necesita para alcanzarla. Prefiere irse, mientras pide que alguien le explique qué hace con todas las pertenencias de un hijo muerto. Quizás, dice, los hijos debían marcharse con todo y sus cosas. Afuera en la tienda de la familia también se hace otra mudanza. Las cajas comienzan a llenarse de las piezas que Jaime Gabriel vendía junto con su padre. En la mano izquierda Gabriela lleva puesta la argolla que su primogénito le regaló no hace mucho, su esposo tiene una igual. Cuando Max sale a la calle deja su anillo arriba de la urna de su hijo. Si es Gabriela la que se ausenta de la casa hace exactamente lo mismo. La casa del matrimonio Alejos ya está totalmente deshecha. Esta no es una mudanza ordenada, tampoco una mudanza hecha con tiempo y planeada. Se mudan porque tienen miedo. Se mudan porque, a su decir, en Morelos no pueden seguir. Los destierra el terror de que algo les ocurra a sus otros hijos. Por supuesto que nadie debe saber a donde se desplazarán. A un lado de ellos, desde que los hechos ocurrieron, está también Lizette, la novia de Gabriel. Omar, hermano de Jaime Gabriel, con cara grave, dubitativo, ensimismado, asegura que no quiere hablar de los motivos que originaron el asesinato de su hermano, aunque sabe que fue asaltado dos semanas antes de su muerte. No sabe más. Quiere que se esclarezca el caso y el móvil del asesinato, pero teme por su vida y la de su familia. Grita que no concibe entrar a su casa y no encontrar a su hermano. Gabriela no logra estar sola ni un solo minuto. “Cuando no logramos dormir, Máximo y yo nos abrazamos con los ojos abiertos, acompañándonos. Nos casamos cuando teníamos 18 años. Su dolor duele tanto como el mío”. La familia aún no sabe si podrá poner su vida en orden otra vez, pero no tienen duda alguna de que donde quieran que vayan Jaime Gabriel irá también.
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