Guillermo Almeyra
Debo aclarar, antes que nada, que desde hace más de 75 años, o sea, casi desde que el amateurismo fue sustituido por el incipiente futbol profesional, soy hincha de ese deporte. Pero pienso que no darse cuenta de la utilización ideológica y política del campeonato mundial de futbol por el capitalismo, es dar prueba de enorme superficialidad y gran ingenuidad. Porque el futbol hace décadas que dejó de ser un deporte para transformarse en un negocio que mueve centenares de miles de millones de dólares y, en particular, desde la utilización que le dio el nazismo en los años treinta, en herramienta de propaganda política para obtener aunque sea una momentánea unión nacional detrás de los gobiernos.
No es necesario recordar la promoción del deporte de Estado por Mussolini, Hitler o Stalin, o lo que fue para la dictadura el Mundial de Futbol que Argentina ganó en Buenos Aires, mientras fuera de los estadios desaparecían decenas de miles de los mejores jóvenes y otros luchadores, entre ellos cientos de deportistas y atletas profesionales. Ese futbol donde unos cuantos muy bien pagados juegan ante millones de personas que jamás podrán practicar un deporte porque no tienen campos, salarios ni alimentación suficientes, ni tiempo libre al terminar sus trabajos extenuantes y mal pagados, y por eso simplemente miran la caja idiota que, de paso, se populariza y redime cada tanto de sus crímenes contra la conciencia política y la cultura populares, aunque aparezca como una diversión es, en realidad, una maniobra diversionista.
Como en la época de los emperadores romanos, si no hay mucho pan se da circo para que la gente no piense o, mejor dicho, que piense en cosas sin importancia, creyendo participar y ser sujeto en un espectáculo promovido por los dueños del poder para controlar incluso los sentimientos y dar una falsa sensación de alegría a las víctimas del capital, desviando su atención de las crisis, las matanzas, el desastre ecológico, la desocupación, las hambrunas, la explotación y la opresión.
Como las drogas, este tipo de futbol crea una burbuja, un mundo ficticio. Es más, hoy, en la mayoría de los países el futbol profesional, es el verdadero opio del pueblo, mucho más que la religión, pues ésta no llena la vida de los hinchas desde el lunes hasta el miércoles y desde el viernes hasta el fin de semana con la misma intensidad ni de la misma manera absoluta. También como las drogas, la prostitución o las industrias del juego y de los entretenimientos (o sea, de los instrumentos cotidianos de dominación del capital y de encarrilamiento del tiempo libre de las clases dominadas), ese tipo de deporte pasivo y tramposo es un excelente negocio.
La FIFA (Federación Internacional del Futbol Asociado) posee más de mil millones de dólares y el año pasado ganó 300 millones simplemente cobrando comisiones a las federaciones integrantes. Y la compra-venta de jugadores –quienes encuentran en un mundial una vidriera para su exposición– mueven cientos de millones de dólares que quedan en manos de los dirigentes de los clubes, de los intermediarios y representantes, y de otros tantos coyotes, y sólo en muy pequeña medida llegan a los modernos gladiadores de este circo.
Por supuesto, aunque en todas partes del mundo se presenta la utilización capitalista de un deporte popular (Silvio Berlusconi es propietario del Milán y en ese carácter obtiene votos de imbéciles, y Mauricio Macri, el gobernador de la ciudad de Buenos Aires, fue elegido porque fue presidente del Boca Juniors, con el voto de miles de hinchas despistados), la magnitud de esa utilización varía de acuerdo con la orientación política de los diversos gobiernos.
En efecto, en todas partes se cuecen habas, pero, como decía Juan Gelman, en algunas se cuecen sólo habas… Los gobiernos mal llamados populistas en particular, intentan hacer del deporte (pasivo, televisivo) una herramienta ideológica para construir una efímera unión nacional y una fuente de gloria moderna y barata, de cartón pintado.
En Argentina, por ejemplo, el gobierno le quitó al monopolio Clarín el futbol por abonamiento televisivo (un negocio de 4 mil millones de dólares) y lo transmite gratis, para todos, y con motivo de este mundial regaló más de un millón de decodificadores digitales para que todos lo pudieran ver. Sin duda, esas medidas constituyen una democratización de los espectáculos. Sin embargo, hay un pero: el canal oficial –el 7– se saturó de futbol, eliminó los programas informativos y de opinión, así como los debates de todo tipo, y así dio un importante impulso a la estupidización de la opinión pública y a la utilización demagógica de los recursos públicos, que podrían haber sido destinados a usos culturales, reforzando la campaña diversionista del capital mundial.
De modo que, en la mayor crisis económica y social del capitalismo mundial y en una crisis ecológica que podría ser fatal para el destino de la civilización y del planeta, viviremos preocupados durante un mes por unas pelotas y, perdónenme la expresión, por unos pelotudos charlatanes y explotadores de la ingenuidad. También en esto, una civilización en profunda descomposición imita los métodos de la decadencia del siglo III de nuestra era, durante el Bajo Imperio Romano.
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