Javier Valdez Cárdenas
El periodista Javier Valdez, corresponsal de La Jornada en Sinaloa, rescata en un libro –del silencio, la nota roja y el olvido– las historias de numerosas mujeres inmersas en el narcotráfico. El autor de Miss Narco: belleza, poder y violencia (Aguilar) delinea un retrato crudo y fiel de féminas que soñaron ser reinas de belleza o se hundieron en el delirio del crimen, entre otras vicisitudes. Con autorización de la editorial ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de ese volumen
De joven, cuando tenía 18 años, Alma trabajó en la cadena de hoteles Marriot, en El Paso, Texas, y luego en una agencia de automóviles, en el área administrativa, en Nuevo México. Ya estaba estudiando para ser abogada, en Ciudad Juárez, la ciudad que la vio nacer
Ahora es parte de la Policía Ministerial del Estado de Chihuahua y tiene que realizar indagaciones. Inició en el área de homicidios, pero al poco, muy poco tiempo, la pasaron al departamento de investigaciones sobre violencia sexual e intrafamiliar. Ingresó a la corporación en noviembre de 2008 y fue asignada inmediatamente al área de homicidios dolosos. Estuvo apenas un par de días y le llegó la nueva orden: la transferencia a delitos sexuales.
Alma tiene el cabello negro y lacio, y cuerpo de heroína de serie televisiva, llamativa y voluptuosa. Trae cruzado un fusil AR-15, una pistola nueve milímetros fajada, radio y teléfono celular. Trabaja de policía en la que muchos consideran la ciudad más violenta de México.
Nadie diría que es coqueta ni que tiene 26 años y un hijo, que es viuda porque a su esposo lo mataron a balazos, y que le encantan las pulseras, anillos y aretes.
Alma Chávez, agente ministerial: lentes Chanel, reloj en la muñeca derecha, arracadas plateadas, pelo suelto. Una blusa negra, manga larga, y otra más, del mismo color entallada. Se le frunce en los linderos de sus piernas ese pantalón gris que no se puso, sino se untó. Así pasa por las calles de Ciudad Juárez y sus más de mil 650 homicidios de 2008, sus aceras sitiadas por más de 8 mil efectivos del Ejército Mexicano y unos 2 mil agentes de la Policía Federal, a los que se agregan los uniformados de las corporaciones municipales y estatales.
Su placa dorada, con el logotipo de la ministerial y de la Procuraduría General de Justicia del Estado, cuelga del lado izquierdo y frontal de su pantalón, tapando la bolsa delantera de la prenda, llamando la atención. Encandila ella, ese andar de pasarela, esa coquetería macabra.
Su aparición es una escena dantesca. Dentro del Centro de Readaptación Social (Cereso) de la ciudad hubo un juicio sumario que muchos funcionarios públicos vistieron de motín, bronca y pleito. Grupos rivales se midieron, el saldo fue 20 decapitados y estrangulados. Todos ellos del Cártel de Juárez, de una organización filial a la que llaman “La Línea”. Los triunfantes, los leales al Cártel de Sinaloa, quienes se autodenominan “Los Aztecas”, se alzaron, impusieron su ley, condenaron y ejecutaron.
Alma fue enviada para controlar el penal, someter a los rijosos homicidas y recuperar el control. Iban cientos de policías, todos corriendo, en fila. Hombres que nunca sudaban iban hablando por teléfono celular. Los rotores de helicópteros descomponían el ambiente, corrompiéndolo, apagando el sonido.
(...)
Alma se mueve en las aceras de Juárez y levanta movimientos ondulantes con ese andar en el que sus pies y piernas parecen competir por el mejor paso, el movimiento perfecto, y las miradas parecen concentrarse en esos andares y los corazones masculinos son cráteres activos, cerca, muy cerca, de la erupción.
Ella es católica. No grita ni usa malas palabras, dice que no las necesita. Tampoco es “llevada” con sus compañeros de trabajo ni con sus conocidos. Es algo así como una mujer joven bien portada. Pero eso no le quita la coquetería. La cámara de un noticiero que tiene página de Internet y una sección de videorreportajes la está grabando. Hace recorridos con ella, la entrevista el reportero Diego Enrique Osorno, del diario Milenio, y la cámara la sigue de cerca, se le pega a esa silueta, como una lapa, y la graba desde el asiento trasero, para captarla mejor, a través del espejo retrovisor.
El reportero logra una toma interesante. Ella sigue detrás de esos lentes Chanel grandes, que le cubren media cara, que la siembran y acrecientan la magia y el enigma de esa mirada escondida.
Tuvo esposo. Se casaron después de haber andado de novios, enamoradísimos. Al poco tiempo ella se embarazó y tuvieron un niño que ahora suma los nueve años; él, su esposo, murió: era abogado y en el 2006 fue sorprendido por sicarios y luego apareció sin vida. Alma no quiere hablar de ello, trastabilla cuando se le pregunta. Voltea para todos lados. Se inquieta. Es evidente que no quiere abrir la caja de esa tercera memoria. Ahí hay tristeza y duelo. Se asoman apenas unas lágrimas. Y luego, rápidamente, cuando ella se da cuenta, se esconde de nuevo en los intersticios de esos fanales castaños. Las lágrimas están vetadas. Vuelta a la hoja. Acomoda su escuadra en la cintura. Hay que luchar.
Alma va cantando. Voltea a la lente de la cámara a través del retrovisor. Se siente esa mirada. Tiene peso y presencia. Se siente la estrella y le gusta. Su forma de cruzar las llamas, de torear los proyectiles, decapitados, narcomensajes y cruentos enfrentamientos en calles y cárceles, la convierten en heroína de esta ciudad mortal.
Va cantando una del grupo Conjunto Primavera. “Esa me gusta”, dice para sí. Se acomoda el pelo. Espejea de nuevo. Al otro lado va un convoy de militares. “Allá van los soldados”, afirma y apunta con la cabeza, mientras en el otro carril, en sentido contrario, pasa otro convoy del ejército. Alma sigue cantando en voz baja. “Esa rola me gusta”.
Su padre le dijo que era coqueta. “Vas a ser actriz”, le anunció. Así lo cuenta ella. Y le contesta que no. Pero le halagan sus comentarios.
El reportero le pregunta si vio la película Traspatio, que se refiere a las muertas de Ciudad Juárez. Le comenta que ella se parece a Ana de la Reguera. “No, no sé, no la he visto”.
A la pregunta de cómo es que decidió ser policía y entrar a la corporación, en una ciudad violenta, que se desangra con su promedio de seis, siete muertos diarios, responde:
“Me llamó la atención cuando empecé a ver la situación en Juárez, que tenía que hacerse un cambio, agruparnos para entrar a las corporaciones gente con deseos de trabajar. De que siga creciendo nuestra frontera aquí en Ciudad Juárez.”
Alma habla como si se refiriera a otra ciudad, como si hubiera esperanzas, Y es que las tiene. Sostiene su vida y la de su hijo pensando en que todo va a cambiar, que esto puede mejorar. Parece olvidar las cabezas de puercos dejadas sobre los cadáveres de los asesinados, las mantas con mensajes amenazantes, los negocios que funcionan furtivamente, a la sorda, o que han cerrado o emigrado, porque los narcos los traen fritos con las cuotas a cambio de “ofrecerles” seguridad. Ella así lo quiere. Lucha desde sus pantalones entallados, su fusil AR-15 y esa escuadra fajada, que no deja de acomodarse.
Ahora es parte de la policía y ama su trabajo. Hay que levantarse a las cinco para bañarse. Luego sale del baño y entra el menor. En los pasos del ritual matutino está desayunar juntos y luego la escuela y el trabajo.
Disfruta sus días, su función como agente. Le apasiona, le fascina, la siente recorrer sus venas y exprimir su músculo pectoral. Llega a su oficina y se enfrenta a ese escritorio, los estantes y cajones de archiveros copados de expedientes, de pruebas periciales, investigaciones inconclusas. Hay telarañas y polvo. Alimento para la impunidad. Oxígeno para el olvido. Pero ella cree que puede resolverlo todo. Está segura de ello. Y si no, ahí está ese caso del violador recientemente detenido por Alma y ese grupo especial del que forma parte, en el combate a delitos sexuales y violencia intrafamiliar. El detenido vivía en El Paso, Texas, y pasaba la frontera hacia Ciudad Juárez para violar a jóvenes mexicanas. En su lista, de acuerdo con el expediente armado con indagatorias en serio, hay 19 mujeres que han sido sus víctimas. Luego de cometer sus crímenes, regresaba campante a su ciudad, del lado estadunidense. Impune y seguro. Ahora está detenido.
En uno de sus primeros operativos fuertes se le vio partiendo plaza en las áreas de acceso al penal de Juárez. Adentro olía a carne seca, sangre empantanada y muerte: 21 reos fueron ultimados con armas punzocortantes por las pugnas entre los cárteles del Chapo Guzmán y el Viceroy. Esta vez, los muertos los pondría Vicente Carrillo y el Cártel de Juárez.
Alma caminaba envuelta en una estela de ángel exterminador, imponente y alada. Los policías le abrieron paso. Periodistas y mirones admiraron su andar y ese brincoteo espectacular de sus pechos, envueltos en esa blusa negra entallada. Un fotógrafo de la agencia AP la captó. Surgió una imagen bella y violenta, sin cadáveres perforados ni balas ni amenazas.
A los pocos días Alma recibe un arreglo floral. Le decían guapa, bella, hermosa. La colmaban de piropos. El regalo es atribuido a un narco. “Es una amenaza macabra”, especulan. Otros dicen que es un cumplido, un halago, un simple regalo.
Después le llegaron varios agentes de la Policía Federal Preventiva. Espantada, sorprendida, preguntó de qué se trataba. “Viene el jefe”, le dijeron, un alto mando de las fuerzas de la PFP en esa plaza. Quería fotografiarse con ella, que le firmara la portada de la revista Proceso, en la que aparece como un ente sublime, una deidad. Ella accede feliz. Se siente famosa.
No quiere ser artista, aunque se lo diga su papá. Pero es como si lo fuera. Ya es una heroína. Su cuerpo, su imagen y fama, flotan en la ciudad. Tiene admiradores. Va por las calles y hablan de ella. La señalan. Se le abren los caminos. Se le despejan las aceras. Su andar provoca estallidos, aplausos, alabanzas. Alma quiere ser alcaldesa, diputada y hasta presidenta de la República. No tiene novio, no quiere. Pero sí admiradores. Y son muchos.
“¿Pero son narcos”, se le pregunta. “Ahí sí que yo sepa no, realmente no”.
Pero más bien no lo sabe. No quiere saber.
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