Carlos Fazio
Desde su llegada a Los Pinos, gracias a un megafraude de Estado continuado, que abarcó desde los videoescándalos (2004) hasta la resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que concluyó que la elección presidencial no fue limpia, pero valía (2006), Felipe Calderón dejó clara su voluntad de gobernar bajo un estado de guerra. Sacó al Ejército a las calles y alentó el paramilitarismo. Desde entonces, México se convirtió en una gran carnicería.
Pero, más allá de su afán de legitimarse con el apoyo de los militares, las razones de Calderón para sumergir al país en un baño de sangre responden a la propia lógica del actual sistema económico de dominación. Hay una interconexión dinámica entre neoliberalismo, corrupción-violencia, privatización de la (in)seguridad, economía “regular”, economía informal, sector criminal. En ese contexto, la “guerra” de Calderón contra los malos es típica de estados en descomposición, donde cohabitan tres esferas antagónicas, pero a la vez simbióticas o interdependientes: la economía normal y legalmente operante; la economía informal o de sobrevivencia, que mantiene en un estado de inseguridad a las mayorías empobrecidas, y una economía abiertamente criminal, parasitaria y desterritorializada, sustentada en sistemas trasnacionales de redes (tráfico de drogas, armas y personas), que facilitan una amplia gama de transacciones desreguladas. En las dos últimas esferas, la violencia opera como mecanismo de regulación social y económica, y es ejercida por formaciones extralegales y agrupaciones criminales de tipo mafioso (sicariato, escuadrones de la muerte, paramilitarismo, grupos de tarea), en el contexto de una acelerada privatización de la seguridad estatal.
Calderón asumió la jefatura de un Estado de tipo delincuencial y mafioso, producto histórico de un capitalismo familiarista, amoral y colusivo, con eje en la dupla corrupción/impunidad y una violencia reguladora que es aplicada por los cárteles de la economía criminal en defensa de sus intereses, diluidos bajo la pantalla de empresas ilegales y legales, megaproyectos, bancos, casas de bolsa, paraísos fiscales, sociedades y emprendimientos de todo tipo que cuentan con protección y garantías en los distintos niveles del aparato institucional, federal, estatal y municipal.
La refeudalización política del Estado y la actual fase de violencia en México tienen que ver con un fenómeno de regulación económica muy complejo y entrelazado, que incluye la competencia por los mercados y las rutas de la ilegalidad, vertebrado por el blanqueo o lavado en la economía regular de los beneficios generados por todos los rubros de la economía criminal –drogas, tráfico de indocumentados, de mujeres, niños y de órganos, armas, petróleo, precursores de fármacos sintéticos, contrabando, industria de la (in)seguridad–, lo que supone una maquinaria integral o una vasta red que, para ejemplificarlo en el caso del tráfico de drogas, va desde el campesino y el narcomenudista en las calles hasta grandes empresarios e instituciones financieras.
Lo nuevo, ahora, es la mayor visibilidad mediática de las acciones de limpieza social ejecutadas por tropas estatales y paramilitares, como los “comandos rudos”, promovidos por el alcalde Mauricio Fernández en San Pedro Garza García, el municipio más rico del país. Pero el paramilitarismo no es nuevo en México. Surgió en los años 60 del siglo pasado de la mano del PRI, con Alfonso Corona del Rosal y Alfonso Martínez Domínguez, apoyados por militares del Estado Mayor Presidencial, y se incrementó durante la guerra sucia de la década de los 70 contra residuos de la guerrilla. A su vez, según confirmó un reporte de inteligencia del Pentágono (fechado en 1999 y desclasificado este año), el Ejército entrenó y dio protección a “grupos de autodefensa” civiles en Chiapas, como parte del Plan de Campaña 94 de la Secretaría de la Defensa Nacional contra el EZLN.
Por lo general, la irrupción de grupos que practican la justicia privada, a la manera de los escuadrones de la muerte que proliferaron en Guatemala, Uruguay, Argentina y Brasil en los años 60 con apoyo oficial, se da en momentos de crisis profundas, en países en descomposición, sumidos en el caos y la desestabilización, bajo presidencias débiles que generan vacíos de poder, y en el contexto de una violenta lucha de clases impuesta por los que mandan. Colombia es el ejemplo más acabado: Álvaro Uribe es el primer presidente del narcoparamilitarismo. Y según el investigador Eduardo Correa, la réplica mexicana de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que lograron penetrar al Estado y los partidos políticos colombianos, son Los Zetas.
Un informe desclasificado de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) de Estados Unidos indica que durante el gobierno de Vicente Fox, el brazo armado del cártel del Golfo recibió apoyo del procurador general de la República, Rafael Macedo de la Concha. Según una monografía sobre Los Zetas, elaborada por de la Secretaría de Seguridad Pública, el grupo criminal está conformado en su mayoría por “ex militares”. Entre ellos, un grupo con alta capacidad de entrenamiento en operaciones de logística, armamento sofisticado y tecnología, con cursos especializados (despliegue rápido por aire, mar y tierra, francotiradores, rescate de rehenes, etcétera) en Estados Unidos, Israel y Egipto: los Grupos Aeromóviles de Fuerzas Especiales (Gafes), que habrían desertado del Ejército. ¿Son Los Zetas un grupo “fuera del control” estatal que realiza acciones de limpieza social de competidores desechables? ¿A su sombra se camuflan otros? ¿Son la avanzada de un nuevo paramilitarismo como estrategia militar de contención de la protesta social y el levantamiento popular?
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