Carlos Bonfil
Una pareja como muy pocas en el cine actual y que se esfuerza en ser como todas las demás. Burt (John Krasinsky) y Verona (Maya Rudolph) son dos estadunidenses emblemáticos de 30 años pertenecientes a la clase media y con profesiones liberales que les permiten vivir holgadamente, aun cuando por abandono parecieran carecer de lo indispensable.
En El mejor lugar del mundo (Away we go), de Sam Mendes (Belleza americana, Sólo un sueño), esta pareja imperturbablemente dichosa tiene su primer y único gran cuestionamiento existencial al enterarse de que van a tener su primer hijo y carecen del equilibrio emocional suficiente para ofrecerle un hogar digno. Estos dos hijos mimados de la contracultura deciden entonces visitar a sus amigos y familiares en varias ciudades de Estados Unidos con el fin de elegir el modelo de vida ideal y el lugar perfecto donde instalarse definitivamente.
Con un guión de Dave Eggers y de Vendela Vida, el director elabora el viaje iniciático de la pareja por un país de caricatura, poblado de familias disfuncionales, comidas y sentimientos chatarra, niños desagradables, y todo aquello que pudiera convencer a los cándidos enamorados de que Estados Unidos es cualquier cosa, menos lo que proclama el título de la cinta en español: El mejor lugar del mundo.
La crisis moral que orilla a Verona a preguntarse si ella y su amante no son, después de todo, un par de fracasados, se neutraliza y diluye en el reconocimiento del desastre ajeno. Sus amigos y familiares en Phoenix, Madison, Montreal o Miami encarnan, en grados diversos, las excentricidades del estilo de vida estadunidense, como ha sido antes satirizado por cineastas como John Waters o los hermanos Coen, pero el contraste que ofrece aquí Sam Mendes es el punto de vista de la pareja más normal y menos conflictiva que quepa imaginar.
Sus preocupaciones, juegos e inquietudes de pareja semejan una fantasía de adolescentes prolongados. La escasa verosimilitud de sus acciones y traslados, la paradoja de viajar sin presiones económicas cuando pretenden vivir en la penuria, o el modo hermético en que contemplan la realidad ajena encerrándose en un cápsula de dicha sentimental muy cercana al autismo compartido, hacen que su itinerario sea una serie de episodios azarosamente divertidos, y muy insustanciales considerados en conjunto.
El narcisismo cool de esta pareja se alimenta, golosamente, de la vulgaridad histérica de una amiga en Phoenix, o de las manías ecologistas de dos amigos en Madison, contemplando en su paso por Montreal las frustraciones de otra pareja condenada, por esterilidad, a rodearse de niños de razas diversas adoptados y mimados en un hogar que semeja una guardería municipal.
Lo interesante es ver cómo estas familias disfuncionales ostentan una vitalidad y una complejidad mayor que la pareja de voyeurs que sólo trasladan de una ciudad a otra su abulia satisfecha. Del mismo modo en que Burt, itinerante vendedor de seguros, afecta por teléfono una voz madura para impresionar a sus posibles clientes, la película hace pasar por candidez y generosidad afectiva lo que en realidad es desdén y desinterés por las anomalías de los demás. La superioridad moral con que la pareja observa el mundo extraño que los rodea es un elemento irritante frente al cual la cinta no ofrece contrapunto alguno, de no ser ese regreso bíblico a un hipotético paraíso terrenal que elige esa primera y última pareja compuesta por dos seres profundamente solitarios.
El mejor lugar del mundo se exhibe en salas de Cinemex y Cinépolis
carlos.bonfil@gmail.com
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