martes, 28 de octubre de 2008

¿Puede Obama ver el Gran Cañón?

Mike Davis *


La ceguera presidencial y la catástrofe económica/ I

Permítaseme empezar, en forma muy oblicua, con el Gran Cañón y la paradoja de tratar de ver más allá del precedente cultural o histórico.

El primer europeo que miró hacia las profundidades de la gran cañada fue el conquistador García López de Cárdenas, en 1540. Horrorizado por la vista, se retiró con rapidez del Borde Sur. Pasaron más de tres siglos para que el teniente Joseph Christmas Ives, del cuerpo de ingenieros topógrafos del ejército de Estados Unidos, encabezara la segunda expedición de importancia. Como García López, expresó un “asombro casi doloroso de presenciar”. En la expedición de Ives participó un conocido artista alemán, pero el esbozo que trazó del cañón era delirantemente distorsionado, casi histérico.

Ni los conquistadores ni los ingenieros del ejército, en otras palabras, pudieron encontrar sentido a lo que vieron; sencillamente quedaron abrumados por la inesperada revelación. En un sentido esencial, estaban ciegos porque carecían de los conceptos necesarios para organizar una visión coherente de un paisaje radicalmente nuevo.

Sólo una generación después se produjo un retrato preciso del cañón, cuando el río Colorado se volvió la obsesión de John Wesley Powell, héroe manco de la Guerra de Secesión, y de su celebrado equipo de geólogos y artistas. Eran como astronautas de la era victoriana en un recorrido de reconocimiento por otro planeta. Se requirieron años de brillante trabajo de campo para construir un marco conceptual que permitiera captar el cañón en toda su complejidad. Al añadir el “tiempo profundo” como dimensión crítica, fue posible por fin que la percepción cruda se transformara en una visión consistente.

El resultado de ese trabajo, Historia terciaria del distrito del Gran Cañón, publicado en 1882, es ilustrado con obras maestras del arte del dibujo que, como alguna vez expresó Wallace Stegner, biógrafo de Powell, “son más precisas que cualquier fotografía. Eso es –agrega– porque reproducen detalles de estratigrafía que por lo regular aparecen oscurecidos en las imágenes de la cámara. Cuando hoy día visitamos uno de esos famosos miradores, la mayoría no estamos conscientes de hasta qué grado nuestra vista ha sido adiestrada por esas imágenes icónicas, o cuánto nos ha influido la idea, popularizada por Powell, de que el cañón es un museo del tiempo geológico”.

Pero, ¿por qué hablo de geología? Porque, al igual que los primeros exploradores del Gran Cañón, miramos hacia un abismo de turbulencia económica y social sin precedente que confunde nuestras previas percepciones del riesgo histórico. Nuestro vértigo se intensifica por la ignorancia de la profundidad de la crisis o de cualquier percepción del abismo al que acabaremos por caer.

El retorno de Weimar

Permítaseme confesar que, como socialista avejentado, de pronto me encuentro como el testigo de Jehová que abre su ventana para ver que en verdad caen estrellas caen del cielo. Aunque llevo años estudiando la teoría marxista de las crisis, nunca creí que viviría para ver en realidad al capitalismo financiero cometer suicidio. O para escuchar al Fondo Monetario Internacional advertir sobre el inminente “derrumbe del sistema”.

Por consiguiente, mi reacción inicial al infamante descenso de 777.7 puntos en Wall Street, hace unas semanas, fue una euforia muy sesentera. “¡Tenías razón, Karl!”, grité. “¡Cómanse sus derivados y mueran, cerdos de Wall Street!” Como el Gran Cañón, la caída de los bancos puede ser un espectáculo aterrador, pero sublime.

Pero, desde luego, los verdaderos culpables no serán llevados a la guillotina: descienden suavemente hacia la tierra en paracaídas dorados. Puede que el resto de nosotros estemos en un avión en llamas y sin piloto, pero el despreciable Richard Full, que usó el banco Lehman Brothers para saquear fondos de pensiones y cuentas de retiro, sólo hace rabietas en su yate.

Además, allá en los desiertos de estuco de la Tierra del comentarista radial Rush Limbaugh, el miedo ya se destila en una versión para ciudadanos blancos rurales del mito de la “puñalada en la espalda” que atrajo a los pequeñoburgueses alemanes en bancarrota hacia la suástica. Si uno escucha el programa de radio AM de ese campeón de la ultraderecha, se enterará de que el “socialismo” ya se apoderó de Estados Unidos, que Barack Hussein Obama es el candidato del terrorismo de Manchuria, que el derrumbe de Wall Street fue causado por ancianos negros que tenían préstamos del Fannie Mae, y que los esfuerzos de la organización ACORN por registrar votantes han venido inundando desde hace tiempo los padrones electorales con hordas de morenos ilegales.

En otros tiempos, la imitación que hace Sarah Palin de un Charles Coughlin –el sacerdote que predicó un Reich estadunidense en la década de 1930– con vestido habría arrancado carcajadas, pero ahora que el modo de vida estadunidense está en súbito derrumbe el espectro de un fascismo tachonado de estrellas no se ve tan descabellado. Puede que la derecha pierda la elección, pero ya posee un plan siniestro, probado por la historia, para recuperarse con rapidez.
Los progresistas no tienen tiempo que perder. A la vista de una nueva depresión que promete a la gente, de Wasilla a Timbuctú, un mundo desconocido de sufrimiento, ¿cómo podemos reconstruir nuestra comprensión de la economía globalizada? ¿Hasta qué punto podemos contar con Obama o con cualquiera de los demócratas para que nos ayude a analizar la crisis y luego actúe con eficacia para resolverla?

¿Obama es otro FDR?

Si hemos de guiarnos por el debate en el “cabildo” de Nashville, pronto tendremos otro presidente ciego. Ninguno de los candidatos tuvo los redaños o la información para contestar las simples preguntas planteadas por el auditorio: ¿qué ocurrirá con nuestros empleos?, ¿hasta dónde empeorará la situación?, ¿qué pasos urgentes hay que dar?

En vez de eso, los candidatos se aferraron como papel matamoscas a sus obsoletos discursos. La única sorpresa de McCain fue una innovación más en el engaño: un plan de rescate de hipotecas que recompensaría a los bancos e inversionistas sin necesariamente salvar a los dueños de viviendas.

Obama recitó su programa de cuatro puntos, infinitamente mejor en principio que la opción preferencial por los ricos de su oponente, pero abstracto y carente de detalles. Sigue siendo más una promesa retórica que el proyecto de una verdadera maquinaria de reforma. Sólo hizo una referencia pasajera a la fase siguiente de la crisis: el desplome de la economía real y el probable desempleo en masa, en una escala que no se ha visto en los 70 años pasados.

Con desconcertante cortesía hacia el gobierno de Bush, omitió señalar algunos de los otros eslabones débiles del sistema económico: el peligroso voladizo del intercambio de obligaciones de crédito impagas que dejó la caída de Lehman Brothers; el hoyo negro de un billón de dólares en deudas por tarjetas de crédito que podría amenazar la solvencia de JPMorgan Chase y el Bank of America; la implacable decadencia de General Motors y de la industria automotriz estadunidense en general; la pulverización de los cimientos de las finanzas municipales y estatales; la masacre de las acciones de empresas de tecnología y del capital de riesgo en Silicon Valley, y, lo más inesperado, repentinas fisuras en la solidez financiera hasta de General Electric.

Además, Obama y su candidato a la vicepresidencia, Joe Biden, al apoyar el plan del secretario del Tesoro Paulson evaden cualquier análisis del inevitable resultado de la cataclísmica restructuración y rescate gubernamental: no el “socialismo”, sino el ultracapitalismo, que concentraría el control del crédito en unos cuantos bancos leviatanes, dominados en gran parte por fondos de riqueza soberanos pero subsidiados por generaciones de deuda pública y austeridad doméstica.

Jamás tantos estadunidenses comunes y corrientes habían estado clavados a una cruz de oro (o de derivados), y pese a ello Obama se porta como aquel iluso populista demócrata que fue tres veces candidato presidencial, William Jennings Bryan, con los modales más moderados que se pueda imaginar. A diferencia de Sarah Palin, que mastica la frase “la clase trabajadora” con fruición desafiante, Obama se apega a una línea partidista que sólo reconoce las necesidades de una amorfa “clase media” que vive en una mítica “calle principal”.

Si lo que nos preocupa es el destino de los pobres o los desempleados, no nos queda más que leer entre líneas, sin ayuda de los postulados de Obama, que hermanan la tecnología de carbón limpio, la energía nuclear y unas fuerzas armadas más poderosas, pero eluden la urgencia de una guerra renovada contra la pobreza, como la que propugnó John Edwards en su campaña para las elecciones primarias que él mismo destruyó de manera tan dolorosa. Sin embargo, tal vez dentro del cauteloso candidato haya un hombre cuyas pasiones humanas trasciendan su miope campaña centrista. Como me dijo el otro día un amigo cercano, exasperado por mi pesimismo crónico: “No seas tan injusto. Tampoco FDR tenía un programa armado en 1933. Nadie lo tiene”.

Lo que Franklin D. Roosevelt sí po-seía en aquel año de largas colas para comprar pan y bancarrotas bancarias, según mi amigo, era una enorme empatía por el pueblo llano y una voluntad de experimentar con la intervención gubernamental, aun de cara a la monolítica hostilidad de la clase media. Según este punto de vista, Obama es lo que MoveOn vuelve a imaginar de nuestro presidente número 32: calmado, fuerte, en contacto profundo con las necesidades de las mayorías y dispuesto a aceptar el consejo de los mejores y los más brillantes ciudadanos del país.

*Comentarista social, teórico del urbanismo, historiador y activista político estadunidense. Autor de In Praise of Barbarians: Essays Against Empire (Elogio de los bárbaros: ensayos contra el Imperio; Haymarket Books, 2008) y Buda's Wagon: A Brief History of the Car Bomb (La carreta de Buda: breve historia del coche bomba; Verso, 2007). Prepara un libro sobre ciudades, pobreza y cambio global.

© 2008, Mike Davis. Publicado originalmente enTomDispatch.com. Reproducido con autorización del autor

Traducción: Jorge Anaya

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