Ana María Aragonés
Se ha hablado mucho en las pasadas semanas acerca de la posibilidad de que los migrantes mexicanos pudieran estar retornando en forma casi masiva a México como resultado de la profunda crisis que vive Estados Unidos y que ha repercutido en México, aunque las autoridades nacionales han sido muy reticentes a aceptar la gravedad. Sin embargo, creo que la posibilidad del retorno masivo, por lo menos en forma voluntaria, está bastante alejada de la realidad. En primer lugar, porque aquellos que ya lograron pasar el drama de la frontera y finalmente se encuentran en el otro lado, a pesar de que estén desempleados, saben que en México estarían peor, entre otras cosas porque aquí también tendrían que enfrentar el desempleo que está creciendo en forma alarmante.
En cambio, lo que sí creo que puede suceder es que quienes tenían pensado irse de México lo van a pensar dos veces, pues lo que realmente inhibe a los trabajadores a desplazarse es el desempleo en el país de destino. En otras ocasiones pudieron reorientar sus flujos, como sucedió entre 2000 y 2001 con la crisis que vivió Estados Unidos y, como se sabe, se dirigieron a Canadá y hasta España. Pero el problema actual es que se trata de una crisis mundial, por lo que esta posibilidad se hace prácticamente imposible, ya que la primera variable que se ha viso afectada es el empleo. Por tanto, los migrantes no tienen opciones y los 500 o 600 mil trabajadores que migraban cada año tendrán que esperar mejores tiempos y quedarse en suelo mexicano.
Las consecuencias ya están a la vista. La primera es la disminución en la captación de remesas que, como ya lo señaló el Banco de México, ha sido de 15 por ciento en relación con lo recibido en el mismo mes del año pasado. Lo que supone que las condiciones de las familias que prácticamente viven gracias a esas remesas tendrán graves dificultades, ya que más de 75 por ciento las dedican a consumo básico. Por otro lado, los niveles de desempleo se incrementarán aún más porque ahora el gobierno tendrá que contabilizar a esos potenciales migrantes que tienen que quedarse en el país, circunstancia nueva, pues nunca han sido considerados ni como parte de la población económicamente activa del país ni de los planes de desarrollo, de modo que las tasas reales de desempleo anunciadas siempre han sido incompletas.
No se puede dejar de comparar la crisis de 1929-1934 con la situación actual y reflexionar sobre diferencias y/o similitudes migratorias. Se sabe que en los años 30 regresaron “voluntariamente” o deportados más de 300 mil trabajadores, lo que para muchos autores marcó el movimiento más importante de retorno de personas desde el país del norte.
Una primera diferencia es que el presidente Lázaro Cárdenas no se enfrascó en frases demagógicas, como aquello de que “los recibiremos con los brazos abiertos”, sino que aceptó la nueva realidad y propuso diversas estrategias para la modernización del país. Entre ellas un importante programa de obras públicas y un proyecto de industrialización en el norte del país con el fin de absorber a los migrantes que retornaran. Hay que destacar, por supuesto, la reforma agraria que dotó de tierras a los campesinos, la nacionalización de los ferrocarriles, el incremento al presupuesto de la universidad, la creación del Instituto Politécnico Nacional y la expropiación petrolera, entre otras. Y si bien sabía que las inversiones extranjeras directas podían disminuir, no fue obstáculo para seguir con su política de intervención estatal.
Estas nuevas condiciones para los mexicanos iban a limitar los flujos migratorios hacia Estados Unidos, lo que explicaría que nuestro vecino se viera obligado a firmar un acuerdo migratorio de trabajadores temporales, el Programa Bracero. Bueno o malo, discutible o no, es claro que quien tenía “la sartén por el mango, y el mango también” era México, y esto obligó a Estados Unidos a sentarse a la mesa de negociaciones si quería recibir migrantes.
La primera diferencia con 2008 ha sido la cerrazón del gobierno para aceptar que la situación vivida en Estados Unidos nos afectaría irremediablemente. Por ello, cuando se anunciaron ciertas medidas, éstas fueron tardías, insuficientes, y muchas ya se habían planteado con anterioridad, como los gastos en infraestructura. El campo mexicano sigue devastado y los montos asignados se encuentran muy alejados de sus necesidades de recuperación. Recordemos que ése es uno de los sectores que mayor cantidad de personas expulsan. Pero aquellos gastos que podrían reducirse, y que sin duda harían una diferencia importante, pues podrían asignarse a generar empleos, no se tocan. Entre ellos, el gasto corriente del gobierno, que es uno de los más onerosos para los contribuyentes, y los anuncios que el gobierno nos endilga, minuto tras minuto y sin ninguna conmiseración en los medios de comunicación queriendo convencernos del “maravilloso” desempeño de la administración federal. Si el gobierno tuviera una mínima sensibilidad, a los primeros los reduciría y a estos últimos los eliminaría no sólo por su gasto exorbitante, que es inaceptable en una democracia y en una situación de dificultades tan graves como la actual, sino porque generan exactamente el efecto contrario en la población: hartazgo y falta de confianza.
Los potenciales migrantes tienen que quedarse; ojalá que este fuera el momento histórico para que el país ofreciera finalmente opciones de vida para todos los mexicanos.
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