¿Francés o mexicano?
/Jean Meyer,
Octavio Paz estará contento de saber que el Nobel de Literatura ha sido otorgado a Jean-Marie Le Clezio; hace muchos años, él, que acababa de recibir la misma distinción, confiaba que algún día le tocaría a un Le Clezio que consideraba como el mejor prosista de la lengua francesa en la segunda mitad del siglo XX. Pero el nuevo Nobel es mexicano más allá de la bendición del gran Octavio. Lo es desde su llegada accidental a la capital de México, de la Nueva España, de la antigua confederación azteca, en 1967.
La lista sería demasiado larga de los libros, capítulos de libros y textos variopintos escritos por él sobre México, sin contar una tesis de doctorado sobre “La relación de Michoacán”, que nos remite al mundo prehispánico y también a la Conquista. Tiempos y lugares de la América indígena, mestiza, criolla se encuentran en una vasta obra que abarca tanto a los indios huicholes como a los del Darien, a los campesinos de Michoacán como a los habitantes de la megalópolis mexicana.
Ciudadano del mundo que escribe con la misma fuerza generosa sobre Nigeria o el Sahara, el océano Índico, el Mediterráneo de Niza o el Atlántico de Bretaña, Le Clezio, quien ha pasado muchos años con su familia en la provincia mexicana, ha resucitado para el lector el mundo maya de los rebeldes indómitos del siglo XIX en Yucatán, y también al México ensangrentado del 2 de octubre de 1968.
Evoca como nadie el silencio del día, el verdadero silencio del altiplano mexicano, así como el ruido vesperal, ruido de agua, de viento, pasos sobre las piedras del callejón, ruido de los caminos en los cuales camiones pesados se esfuerzan. Y también los olores, de la tierra mojada, del moho en los cuartos fríos, de los caballos, puesto que México es todavía un país de caballos. Cito: “Como en todas partes en las regiones tradicionales, el hombre, de repente, a la vuelta de un camino, se vuelve centauro… En México los sueños son infinitos como los pasos de los danzantes”.
Autor de El sueño mexicano, Tres ciudades santas, Revoluciones, La fête chantée, ha dedicado libros enteros, cuentos y fragmentos a nuestro país. Adolfo Castañón lo recuerda “atravesando los largos pasillos de madera oscura del pequeño Fondo de Cultura antiguo en avenida Universidad. Va vestido de blanco. Es alto, rubio y silencioso. Camina lentamente pero sin detenerse. Va a visitar a Jaime García Terrés. No habla con nadie. Es como una aparición. Le gusta recorrer el desierto, el campo. Apenas pasa unos días en la ciudad y vuelve a desparecer. Es rubio pero tiene algo de indígena, como si no fuese en realidad francés sino un indio albino o como si hubiese perdido el color y estuviese pálido de tanto habitar en el fondo de una gruta”. Efectivamente, tan pronto como había terminado con ciertas visitas en la ciudad de México, por ejemplo con el muy querido Louis Panabière, un día director de una Alianza francesa, el otro director del IFAL, corría a Chan Santa Cruz o a San José de Gracia, Michoacán.
México en general, Michoacán en particular, pueden sentirse felices con ese premio Nobel porque les toca y nos toca. San José de Gracia, el pueblo en vilo de Luis González (y Armida de la Vara, la sonorense de Opodepe, naturalizada michoacana), Zamora, sede de El Colegio de Michoacán, fundado por don Luis, un colegio que durante largas temporadas, cada año, frecuentó Le Clezio; Jacona, con su casa, Tarecuato, que lo veía visitar muy seguido a don Daniel, su profesor en lengua purépecha, la meseta tarasca que recorría sin cansarse nunca.
Hay que saber que en 1963, a los 23 años, él ganó con su primera novela un premio parisino de mucho prestigio. No por eso, sino porque era un gran lector, el general De Gaulle, entonces presidente de Francia, manifestaba su admiración a sus visitantes y les recomendaba la lectura del joven Le Clezio.
Veinte años después, con 20 libros publicados, nuestro Nobel descubrió con admiración a “Mama Rosa”, Rosa Verduzco, la madre poderosa de la Gran Familia, un orfanato que contaba entonces con 300 niños, bebés y adolescentes, niños y niñas (hoy son 600 y Mama Rosa sigue en la raya): “No lo decía a nadie, pero lo pensaba sin parar y la idea crecía, con ella, se volvía más fuerte, más precisa. Algún día tendría niños. No tendría niños de propietarios y notarios, futuros doctores o negociantes de fresas. No, éstos iban a ser sus hijos, estos pequeños maleantes con la cara ennegrecida, enfermos y flacos como gatos perdidos, éstos que sabían sólo palabras feas y blasfemas, que eran capaces de mentir, robar, hasta matar”. Un premio Nobel que conoce y ama a nuestro México profundo.
jeanmeyer@cide.eduProfesor investigador del CIDE
Publicado por El Universal 12/10/08
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