Roberto Zamarripa
1. El discurso ya no alcanza. Las fosas que pululan marcan un nuevo estadio en la guerra mexicana. Del reguero de cadáveres estamos ya en las exhumaciones. En menos de un lustro de la guerra ya estamos en la posguerra y no porque la primera haya terminado sino porque se han empalmado los fenómenos del exterminio. Del ajusticiamiento selectivo y escandaloso que aturdía las calles con su tronadera, pasamos a las masacres silenciosas y al ocultamiento impune.
Los desplantes discursivos del gobierno antes servían aunque fuera para el desahogo. Los muertos son producto de las peleas entre rivales. Se matan entre ellos, decía la autoridad. Asesinan, es señal de que avanzamos, Sancho. Ahora no. Las centenas de familiares que se agolpan en los forenses ponen en duda la suposición de que las reyertas intestinas son las que riegan el camposanto. Las víctimas que buscan los dolientes eran trabajadores, no sicarios.
2. Las fosas esconden, las ejecuciones callejeras exhiben. El crimen consolida controles territoriales y protecciones institucionales. Sepultar a centenas de personas en fosas supone control de territorios, sometimiento de conglomerados importantes de empleados o subordinados no sólo para matar sino también para sepultar y, desde luego, protección institucional. Disparar una ráfaga y huir demora unos segundos. Detener, torturar, matar, escarbar, sepultar, tapar y huir ocupa horas. El municipio se lotifica como cementerio con la colaboración institucional si no es que con su patrocinio.
Ya no hay narcomantas sino narcomontículos. La lógica de que la exhibición de cadáveres y mantas eran una estrategia del narco para horrorizar a la sociedad -por eso había que pactar callarse- ya cambió. Ahora son tan impunes que ya nadie se da cuenta de que matan y entierran a centenares. Es el nuevo pacto, el del silencio.
Ha sido tal la presión por aquietar las plazas, que siempre la autoridad local estará tentada de permitir a los criminales su intocabilidad a cambio de que no hagan ruido. Tamaulipas o Durango están en orden, dicen los gobernadores o los munícipes. Ya no hay balaceras en las calles. Tres metros bajo tierra, ya no sé. A mí me eligieron para gobernar arriba de la banqueta. Eugenio Hernández y Egidio Torre tienen muchas fosas en común.
3. Escárbale para que parezcan narcos... Las indagatorias sobre fosas en otros países en guerra invariablemente han responsabilizado a cuerpos de seguridad del Estado. El fenómeno de los "falsos positivos" en Colombia llevó a revelaciones crudas: el Ejército que combatía al narco asesinó a inocentes y a dirigentes civiles y políticos. Cuando fueron desaparecidos centenas de civiles, se arguía que eran colaboradores del narco. Cuando fueron descubiertas las fosas y se procedió a exhumaciones y reconocimiento de cuerpos, se descubrió la verdad. Eran inocentes.
¿A quién le interesa esconder muertos si según la lógica del gobierno los narcos quieren horrorizar con la exhibición de sus actos de terror? Hay muertos que no hacen ruido, Llorona...
Una buena parte de los detenidos en Tamaulipas como responsables de las fosas de San Fernando son policías locales. El Ejército los persigue y los detiene. Hay una batalla abierta entre soldados y policías. Es decir, entre cuerpos armados del propio Estado mexicano. ¿No que se peleaban entre mafias criminales? En realidad hay una lucha de grupos armados institucionales y, en esa evolución, uno y otro bando estará tentado a ocultar sus bajas, no a presumirlas. Las fosas serán una opción. Es la exhibición de la crisis de los cuerpos de seguridad del Estado.
4. Víctimas. El diccionario oficial de la guerra mexicana debería incorporar ya sin rodeos la palabra víctimas. Las familias que buscan desesperadamente a sus familiares, que levantan sábanas para reconocer el rostro o las señas particulares de sus parientes, que son maltratadas y ninguneadas, simbolizan el núcleo duro de la guerra. Las familias no encuentran el cadáver y viven eternamente un duelo inconcluso. La impotencia se combina con la impunidad. No hay cadáver identificado, no hay castigo. Las autoridades responden con humillaciones. Ni una ventanilla común para los informes, ni un asomo de condolencia. Total, todos caben en un trailercito refrigerado sabiéndolos amontonar.
Si los responsables de las fosas son policías locales, ¿por qué los gobiernos estatal o municipal no indemnizan a las familias de las víctimas? ¿Cómo se le llama a esos crímenes cometidos por empleados públicos? ¿Y los jefes de los asesinos?
El 2 de abril pasado, la CNDH publicó un comunicado que pocos quisieron leer. Según sus cifras de 2006 hasta abril del 2011, el organismo registró 5 mil 397 expedientes de personas reportadas como extraviadas o ausentes (desaparecidos). Tres mil 457 son hombres y mil 885 mujeres, más 55 sin información alguna. Ese comunicado era la guía de la exhumación.
Reforma
02/05/2011
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