Carlos Monsiváis
Hace 25 años un terremoto removió las estructuras de la Ciudad de México, las urbanas y las políticas. Junto con las miles de víctimas quedó sepultado el conformismo, aunque dejó vestigios. Cuatro días después del sismo, el 23 de septiembre, Proceso publicó un reportaje de Carlos Monsiváis, ya desde entonces portavoz de la pluralidad y la diversidad capitalina. "Convocada por su propio impulso –escribió el cronista–, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad…". En este texto, del cual reproducimos algunos extractos, Monsiváis alcanzó a definir la aspiración que puede articular legítimamente a la ciudadanía: "un nuevo pacto social cuya suerte dependerá en enorme medida de la lucha democrática por la racionalidad urbana".
(Collage de voces, impresiones, sensaciones de un largo día)
Día 19. Hora: 7:19. El miedo. La realidad cotidiana en oscilaciones, ruidos categóricos o minúsculos, estallido de cristales, desplome de objetos o de revestimientos, gritos, llantos, el intenso crujido que anuncia la siguiente impredecible metamorfosis de la habitación, del departamento, de la casa, del edificio...
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El sonido de los desplomes, las imágenes de los derrumbes, las poses fantásticas de los edificios al reducirse abruptamente a escombros. Paulatinamente, en un lapso de dos o tres horas, los habitantes de la ciudad se asomaron a la dimensión de lo ocurrido, los hoteles y condominios en tierra, las escuelas y los hospitales desvencijados, la precipitación del gran edificio de Tlatelolco, las miles y miles de víctimas, la respuesta masiva ante el desastre. Se implementaron, con reiteración orgánica, los términos que en los casos extremos cubren las dos funciones: descripción y síntesis, evaluación y pena. Tragedia, bombardeo, catástrofe que, en primera instancia, son declaraciones de impotencia ante las fuerzas naturales, pesadumbre que al magnificarse se precisa, relatos que ya no necesitan extenderse.
El primer panorama lo proporcionó la radio, entre otras razones por estar sin luz gran parte de la ciudad y por hallarse Televisa cinco horas fuera del aire. La coordinación informativa de la radio hizo posible integrar una visión de conjunto, que la experiencia personal complementó: tráfico congestionado, la colonia Roma cruelmente devastada, el Primer Cuadro zona de desastre, en un radio de 30 kilómetros cerca de cien derrumbes totales o parciales, explosiones, alarmas insistentes sobre fugas de gas, incendios, cuerpos mutilados, noticias sobre la desaparición de grupos enteros de estudiantes, turistas aislados en su desamparo, hospitales evacuados, cuadrillas de socorristas y voluntarios, familiares desesperados, crisis de angustia en las calles, gritos de auxilio provenientes de los escombros, demanda de ropa, víveres y medicina, solicitud prodigada de calma. Poco a poco, el miedo cedió paso o coexistió junto al dolor, la incertidumbre, el deseo de ayudar, el azoro. "La peor catástrofe de la Ciudad de México".
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De todas partes llegan a sumarse a los bomberos, a los granaderos, a los trabajadores del Departamento Central y de las delegaciones, a los policías del DF y del Estado de México. Convocada por su propio impulso, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad, del ir y venir frenético, del agolpamiento presuroso y valeroso, de la preocupación de otras vidas que, en la prueba límite, es ajena al riesgo y al cansancio. Sin previo aviso, espontáneamente, sobre la marcha, se organizan brigadas de 25 o 100 personas, pequeños ejércitos de voluntarios listos al esfuerzo y al transformismo: donde había tablones y sábanas surgirán camillas; donde cunden los curiosos, se fundarán hileras disciplinadas que trasladan de mano en mano objetos, tiran de sogas, anhelan salvar siquiera una vida.
Los oficios se revalúan. Taxistas y peseros transportan gratis a damnificados y a familiares afligidos; plomeros y carpinteros aportan seguetas, picos y palas; los médicos ofrecen por doquier sus servicios; las familias entregan víveres, cobijas, ropa; los donadores de sangre se multiplican; los buscadores de sobrevivientes desafían las montañas de concreto y cascajo en espera de gritos o huecos que alimenten esperanzas. Al lado del valor y la constancia de bomberos, socorristas, soldados, choferes de la Ruta 100, médicos, enfermeras, policías, abundó un heroísmo nunca antes tan masivo, y tan genuino, el de quienes, ante la escasez y la falta de recursos, y por decisión propia, inventaron como pudieron métodos funcionales de salvamento, el primero de ellos, una indiferencia ante el peligro, si ésta se traducía en vidas hurtadas a la tragedia. Basta recordar las cadenas humanas que rescatan un niño, entregan un gato hidráulico o un tanque de oxígeno, alejan piedras, abren boquetes, sostienen escaleras, tiran de cuerdas, trepan por los desfiladeros que el temblor estrenó, instalan los "campamentos de refugiados", cuidan de las pertenencias de los vecinos, remueven escombros, aguardan durante horas la maquinaria pesada, izan cuerpos de víctimas, se enfrentan consoladoramente a histerias y duelos.
Por más que abunden noticias de pillaje, abusos y voracidad, tal esfuerzo colectivo es un hecho de proporciones épicas. No ha sido únicamente, aunque por el momento todo se condense en esta palabra, un acto de solidaridad. La hazaña absolutamente consciente y decidida de un sector importante de la población que con su impulso desea restaurar armonías y sentidos vitales, es, moralmente, un hecho más vasto y significativo. La sociedad civil existe como gran necesidad latente en quienes desconocen incluso el término, y su primera y más insistente demanda es la redistribución de poderes. El 19 de septiembre, los voluntarios (jóvenes en su inmensa mayoría) que se distribuyeron por la ciudad organizando el tráfico, creando "cordones" populares en torno de hospitales o derrumbes, y participando activamente –y con las manos sangrando– en las tareas de salvamento, mostraron la más profunda comprensión humana y reivindicaron poderes cívicos y políticos ajenos a ellos hasta entonces. Fueron al mismo tiempo policías, agentes de tránsito, socorristas, funcionarios del ayuntamiento, médicos, enfermeros, diputados, líderes vecinales, regentes. Por eso, no se examinará seriamente el sentido de la acción épica del jueves 19 mientras se le confine exclusivamente en el concepto solidaridad. La hubo y de muy hermosa manera, pero como punto de partida de una actitud que, así sea ahora y por fuerza efímera, pretende apropiarse de la parte del gobierno que a los ciudadanos legítimamente les corresponde. El 19, y en respuesta ante las víctimas, la Ciudad de México conoció una toma de poderes, de las más nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la mera solidaridad, la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser también la importancia súbita de cada persona.
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–Lo más insoportable durante el día fueron los gritos de auxilio. Allí estaban esas montañas de escombros, de acero y cemento, y nosotros sin el equipo necesario, sin plumas (grúas) ni escaleras telescópicas ni trascabos, sólo con palas y picos y tenazas. La impotencia ante la agonía de alguien que está nomás a unos pasos, es lo peor que me ha pasado, se lo juro. Mire, rescatamos a una señora que se la pasó gritando, incontrolable, que salváramos a su esposo y a sus hijos que se hallaban bloqueados por un techo. Ella lloraba, y los cadáveres de su familia allí muy cerca, pero no los reconocía, no veía nada ni aunque hubiera querido. Sólo lloraba y gemía, y repetía nombres. Un voluntario muy jovencito no aguantó y se puso también a chillar. No se le ocurrió otra forma de ayudarla.
Otros nomás llegaban y decían: 'Ya encontramos dos muertitos', como para interponer el diminutivo entre ellos y su conciencia del drama. Y luego el horror de ir descubriendo dedos o piernas o brazos, padres aferrados al cuerpecito de sus hijos, niños con su oso de peluche, señoras con el crucifijo en las manos, quién me borra esas imágenes. Y a eso agréguele el sonido de las ambulancias y de las patrullas, el ruido de los carros del ejército y de los camiones, el desmadre de las maquinarias pesadas, de las carretillas, las palas, las barretas, los marros, la gente que se hablaba casi en alaridos, y a la que de cuando en cuando se exigía silencio, "silencio, por favor, silencio absoluto", para ver si localizaban el sitio de origen de una voz que pedía auxilio, aunque a veces había quienes imaginaban oír esas voces, y se buscaba y no había nada. Pero en todos nosotros, no necesito jurárselo, había una ansiedad de salvar vidas, de excavar y excavar para ver la alegría de un resucitado.
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Luego que se rescate a los últimos, se regularicen la luz, el agua y los teléfonos, y se minimice el peligro, vendrá otra forma de lo peor. Falta para que esto termine, y nos tocará enterarnos, de modo fragmentario de seguro, de las proporciones de la catástrofe, de la identidad de amigos fallecidos, de los detalles dramáticos que ahora se nos ocultan, de lo que sucedió con los atrapados, con los sepultados en vida. Y acto seguido, la remoción de escombros, la eliminación de los edificios que son ya amenazas graves, el número de los desempleados por el temblor, la reubicación de las dependencias de gobierno y los centros de trabajo, la reconstrucción del Centro Médico y los hospitales, las indemnizaciones que correspondan... Y los relatos maravillosos y tristes, el milagro de estar vivo, la aparición de una lámpara anunciando el auxilio, el recuerdo doloroso de los compañeros aplastados, la sensación de culpa ante los padres de los que no lograron escapar, los diálogos recuperados (Un reportero a un joven sobreviviente del edificio de Nuevo León: "Te has salvado". Respuesta: "No sé todavía").
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Viernes 20. 7:38 de la noche. Inevitablemente, el nuevo temblor afianza el pánico. El miedo se extiende y se prodiga en los rezos en plena calle, en los hombres y mujeres hincados sollozando, en las frases incoherentes dichas a nadie desde la angustia, en expresiones verbales contra las autoridades invisibles. Como antes, la gente confió por unas horas en la nobleza protectora de la calle y muchísimos prefirieron caminar desconcertados y ansiosos a la deriva, la zozobra es la sombra de las multitudes que acudieron al zócalo esa noche a modo de peregrinación, en grupos crecientes, demandando de seguro el ánimo protector de los poderes allí instalados. (…)
Entre hambre de noticias confiables y sonido de ambulancias, la solidaridad persiste, y en buena medida la toma de poderes cívicos; se rescata con vida a algunos desaparecidos, sigue llegando la ayuda de nacionales y de gobiernos e instituciones extranjeras, se ofrecen escuelas y frontones como albergues; el deseo compulsivo de ayudar va de los radioaficionados a los cuerpos de seguridad y rescate, pero la buena y magnífica voluntad se detiene ante la escasez de recursos. Existe, es la conclusión preliminar, un espíritu cívico y nacional más vigoroso de lo que se suponía. Hay también el agravamiento de la desmoralización fundada en la crisis, hay pesadumbre, y un dolor que es conciencia de sociedad y de país, contagiado y solidificado por los relatos de la destrucción. Gracias a la reverencia por la vida, probada ahora, en diversos y amplios sectores se profundiza un nuevo pacto social cuya suerte dependerá en enorme medida de la lucha democrática por la racionalidad urbana.
Proceso
20/09/2010
Hace 25 años un terremoto removió las estructuras de la Ciudad de México, las urbanas y las políticas. Junto con las miles de víctimas quedó sepultado el conformismo, aunque dejó vestigios. Cuatro días después del sismo, el 23 de septiembre, Proceso publicó un reportaje de Carlos Monsiváis, ya desde entonces portavoz de la pluralidad y la diversidad capitalina. "Convocada por su propio impulso –escribió el cronista–, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad…". En este texto, del cual reproducimos algunos extractos, Monsiváis alcanzó a definir la aspiración que puede articular legítimamente a la ciudadanía: "un nuevo pacto social cuya suerte dependerá en enorme medida de la lucha democrática por la racionalidad urbana".
(Collage de voces, impresiones, sensaciones de un largo día)
Día 19. Hora: 7:19. El miedo. La realidad cotidiana en oscilaciones, ruidos categóricos o minúsculos, estallido de cristales, desplome de objetos o de revestimientos, gritos, llantos, el intenso crujido que anuncia la siguiente impredecible metamorfosis de la habitación, del departamento, de la casa, del edificio...
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El sonido de los desplomes, las imágenes de los derrumbes, las poses fantásticas de los edificios al reducirse abruptamente a escombros. Paulatinamente, en un lapso de dos o tres horas, los habitantes de la ciudad se asomaron a la dimensión de lo ocurrido, los hoteles y condominios en tierra, las escuelas y los hospitales desvencijados, la precipitación del gran edificio de Tlatelolco, las miles y miles de víctimas, la respuesta masiva ante el desastre. Se implementaron, con reiteración orgánica, los términos que en los casos extremos cubren las dos funciones: descripción y síntesis, evaluación y pena. Tragedia, bombardeo, catástrofe que, en primera instancia, son declaraciones de impotencia ante las fuerzas naturales, pesadumbre que al magnificarse se precisa, relatos que ya no necesitan extenderse.
El primer panorama lo proporcionó la radio, entre otras razones por estar sin luz gran parte de la ciudad y por hallarse Televisa cinco horas fuera del aire. La coordinación informativa de la radio hizo posible integrar una visión de conjunto, que la experiencia personal complementó: tráfico congestionado, la colonia Roma cruelmente devastada, el Primer Cuadro zona de desastre, en un radio de 30 kilómetros cerca de cien derrumbes totales o parciales, explosiones, alarmas insistentes sobre fugas de gas, incendios, cuerpos mutilados, noticias sobre la desaparición de grupos enteros de estudiantes, turistas aislados en su desamparo, hospitales evacuados, cuadrillas de socorristas y voluntarios, familiares desesperados, crisis de angustia en las calles, gritos de auxilio provenientes de los escombros, demanda de ropa, víveres y medicina, solicitud prodigada de calma. Poco a poco, el miedo cedió paso o coexistió junto al dolor, la incertidumbre, el deseo de ayudar, el azoro. "La peor catástrofe de la Ciudad de México".
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De todas partes llegan a sumarse a los bomberos, a los granaderos, a los trabajadores del Departamento Central y de las delegaciones, a los policías del DF y del Estado de México. Convocada por su propio impulso, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad, del ir y venir frenético, del agolpamiento presuroso y valeroso, de la preocupación de otras vidas que, en la prueba límite, es ajena al riesgo y al cansancio. Sin previo aviso, espontáneamente, sobre la marcha, se organizan brigadas de 25 o 100 personas, pequeños ejércitos de voluntarios listos al esfuerzo y al transformismo: donde había tablones y sábanas surgirán camillas; donde cunden los curiosos, se fundarán hileras disciplinadas que trasladan de mano en mano objetos, tiran de sogas, anhelan salvar siquiera una vida.
Los oficios se revalúan. Taxistas y peseros transportan gratis a damnificados y a familiares afligidos; plomeros y carpinteros aportan seguetas, picos y palas; los médicos ofrecen por doquier sus servicios; las familias entregan víveres, cobijas, ropa; los donadores de sangre se multiplican; los buscadores de sobrevivientes desafían las montañas de concreto y cascajo en espera de gritos o huecos que alimenten esperanzas. Al lado del valor y la constancia de bomberos, socorristas, soldados, choferes de la Ruta 100, médicos, enfermeras, policías, abundó un heroísmo nunca antes tan masivo, y tan genuino, el de quienes, ante la escasez y la falta de recursos, y por decisión propia, inventaron como pudieron métodos funcionales de salvamento, el primero de ellos, una indiferencia ante el peligro, si ésta se traducía en vidas hurtadas a la tragedia. Basta recordar las cadenas humanas que rescatan un niño, entregan un gato hidráulico o un tanque de oxígeno, alejan piedras, abren boquetes, sostienen escaleras, tiran de cuerdas, trepan por los desfiladeros que el temblor estrenó, instalan los "campamentos de refugiados", cuidan de las pertenencias de los vecinos, remueven escombros, aguardan durante horas la maquinaria pesada, izan cuerpos de víctimas, se enfrentan consoladoramente a histerias y duelos.
Por más que abunden noticias de pillaje, abusos y voracidad, tal esfuerzo colectivo es un hecho de proporciones épicas. No ha sido únicamente, aunque por el momento todo se condense en esta palabra, un acto de solidaridad. La hazaña absolutamente consciente y decidida de un sector importante de la población que con su impulso desea restaurar armonías y sentidos vitales, es, moralmente, un hecho más vasto y significativo. La sociedad civil existe como gran necesidad latente en quienes desconocen incluso el término, y su primera y más insistente demanda es la redistribución de poderes. El 19 de septiembre, los voluntarios (jóvenes en su inmensa mayoría) que se distribuyeron por la ciudad organizando el tráfico, creando "cordones" populares en torno de hospitales o derrumbes, y participando activamente –y con las manos sangrando– en las tareas de salvamento, mostraron la más profunda comprensión humana y reivindicaron poderes cívicos y políticos ajenos a ellos hasta entonces. Fueron al mismo tiempo policías, agentes de tránsito, socorristas, funcionarios del ayuntamiento, médicos, enfermeros, diputados, líderes vecinales, regentes. Por eso, no se examinará seriamente el sentido de la acción épica del jueves 19 mientras se le confine exclusivamente en el concepto solidaridad. La hubo y de muy hermosa manera, pero como punto de partida de una actitud que, así sea ahora y por fuerza efímera, pretende apropiarse de la parte del gobierno que a los ciudadanos legítimamente les corresponde. El 19, y en respuesta ante las víctimas, la Ciudad de México conoció una toma de poderes, de las más nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la mera solidaridad, la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser también la importancia súbita de cada persona.
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–Lo más insoportable durante el día fueron los gritos de auxilio. Allí estaban esas montañas de escombros, de acero y cemento, y nosotros sin el equipo necesario, sin plumas (grúas) ni escaleras telescópicas ni trascabos, sólo con palas y picos y tenazas. La impotencia ante la agonía de alguien que está nomás a unos pasos, es lo peor que me ha pasado, se lo juro. Mire, rescatamos a una señora que se la pasó gritando, incontrolable, que salváramos a su esposo y a sus hijos que se hallaban bloqueados por un techo. Ella lloraba, y los cadáveres de su familia allí muy cerca, pero no los reconocía, no veía nada ni aunque hubiera querido. Sólo lloraba y gemía, y repetía nombres. Un voluntario muy jovencito no aguantó y se puso también a chillar. No se le ocurrió otra forma de ayudarla.
Otros nomás llegaban y decían: 'Ya encontramos dos muertitos', como para interponer el diminutivo entre ellos y su conciencia del drama. Y luego el horror de ir descubriendo dedos o piernas o brazos, padres aferrados al cuerpecito de sus hijos, niños con su oso de peluche, señoras con el crucifijo en las manos, quién me borra esas imágenes. Y a eso agréguele el sonido de las ambulancias y de las patrullas, el ruido de los carros del ejército y de los camiones, el desmadre de las maquinarias pesadas, de las carretillas, las palas, las barretas, los marros, la gente que se hablaba casi en alaridos, y a la que de cuando en cuando se exigía silencio, "silencio, por favor, silencio absoluto", para ver si localizaban el sitio de origen de una voz que pedía auxilio, aunque a veces había quienes imaginaban oír esas voces, y se buscaba y no había nada. Pero en todos nosotros, no necesito jurárselo, había una ansiedad de salvar vidas, de excavar y excavar para ver la alegría de un resucitado.
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Luego que se rescate a los últimos, se regularicen la luz, el agua y los teléfonos, y se minimice el peligro, vendrá otra forma de lo peor. Falta para que esto termine, y nos tocará enterarnos, de modo fragmentario de seguro, de las proporciones de la catástrofe, de la identidad de amigos fallecidos, de los detalles dramáticos que ahora se nos ocultan, de lo que sucedió con los atrapados, con los sepultados en vida. Y acto seguido, la remoción de escombros, la eliminación de los edificios que son ya amenazas graves, el número de los desempleados por el temblor, la reubicación de las dependencias de gobierno y los centros de trabajo, la reconstrucción del Centro Médico y los hospitales, las indemnizaciones que correspondan... Y los relatos maravillosos y tristes, el milagro de estar vivo, la aparición de una lámpara anunciando el auxilio, el recuerdo doloroso de los compañeros aplastados, la sensación de culpa ante los padres de los que no lograron escapar, los diálogos recuperados (Un reportero a un joven sobreviviente del edificio de Nuevo León: "Te has salvado". Respuesta: "No sé todavía").
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Viernes 20. 7:38 de la noche. Inevitablemente, el nuevo temblor afianza el pánico. El miedo se extiende y se prodiga en los rezos en plena calle, en los hombres y mujeres hincados sollozando, en las frases incoherentes dichas a nadie desde la angustia, en expresiones verbales contra las autoridades invisibles. Como antes, la gente confió por unas horas en la nobleza protectora de la calle y muchísimos prefirieron caminar desconcertados y ansiosos a la deriva, la zozobra es la sombra de las multitudes que acudieron al zócalo esa noche a modo de peregrinación, en grupos crecientes, demandando de seguro el ánimo protector de los poderes allí instalados. (…)
Entre hambre de noticias confiables y sonido de ambulancias, la solidaridad persiste, y en buena medida la toma de poderes cívicos; se rescata con vida a algunos desaparecidos, sigue llegando la ayuda de nacionales y de gobiernos e instituciones extranjeras, se ofrecen escuelas y frontones como albergues; el deseo compulsivo de ayudar va de los radioaficionados a los cuerpos de seguridad y rescate, pero la buena y magnífica voluntad se detiene ante la escasez de recursos. Existe, es la conclusión preliminar, un espíritu cívico y nacional más vigoroso de lo que se suponía. Hay también el agravamiento de la desmoralización fundada en la crisis, hay pesadumbre, y un dolor que es conciencia de sociedad y de país, contagiado y solidificado por los relatos de la destrucción. Gracias a la reverencia por la vida, probada ahora, en diversos y amplios sectores se profundiza un nuevo pacto social cuya suerte dependerá en enorme medida de la lucha democrática por la racionalidad urbana.
Proceso
20/09/2010
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