Jorge Camil
¿Cómo olvidar a los niños exangües, alineados en bandejas de la morgue en los pasillos de alguna comisaría? Usted ha visto las fotos en La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska. Con qué facilidad decidimos abandonarlos para seguir el camino. Y digo decidimos porque fue un acto voluntario. Fuimos dejando de lado a los niños incómodos, a los niños “comunistas” que amenazaron al régimen de un autócrata, e impulsaron a otro a escalar la presidencia. Los niños que murieron para darle vida a un sistema in articulo mortis que respiraba con tanque de oxígeno. ¿Qué tiene nuestra presidencia que lo justifica todo, que todo lo perdona?
“Dos de octubre no se olvida” es la frase que ha recorrido por 41 años el territorio nacional. No se olvida, como dice Pablo González Casanova, porque la matanza “produjo un rencor inolvidable”. Dos de octubre no se olvida, pero tampoco se castiga. El presidente responsable, Gustavo Díaz Ordaz (“GDO”, en boca de la prensa oficial; “DOG”, en las pintas callejeras del movimiento estudiantil) murió en la impunidad. Una figura compleja, con rasgos de personaje shakespeariano y marcadas características de tirano: como Trujillo, como Somoza, ¿cómo Roberto Micheletti?
Murió endurecido, en el terco convencimiento de que los verdaderos machos enfrentan –y dominan– cualquier adversidad, incluyendo el genocidio. Con la bandera en el pecho y las fosas nasales hinchadas, mostrando la dentadura que era fuente inagotable de inspiración para caricaturistas y enemigos políticos, asumió la responsabilidad “ética, moral, jurídica e histórica” de la masacre en su quinto Informe de gobierno. Tenía la mirada altiva: estaba en casa, entre los suyos, en el recinto del honorable Congreso de la Unión. Ahí engolaba la voz masculina. Voz de mando, de hombre decidido; voz que se imponía frente a civiles y militares, y que éstos respetaban, porque además de presidente era comandante supremo de las fuerzas armadas. Después del mea culpa se fue a recorrer la campiña española con rango de embajador; buscaba aires nuevos. Hasta que lo persiguió el fantasma de Tlatelolco; hasta que lo dobló la enfermedad.
Antes de su muerte, al surgir mayores indicios de la participación de Luis Echeverría, y preocupado por la historia, GDO dejó en sus memorias inéditas un acertijo para los siglos: “asumo la responsabilidad, mas no la culpabilidad”. Retruécanos de la política: ¿cómo separar una de la otra? Con la información de hoy es difícil saber si GDO fue manipulado por Echeverría, o si él mismo era de los que ven moros con tranchetes.
Philip Agee, ex agente de la CIA que vivió Tlatelolco, y horrorizado por la barbarie abandonó la compañía, reveló en 1975 (Inside the Company) que GDO y Echeverría fueron informantes de la CIA. Años después Jefferson Morley, de Washington Post, en un artículo titulado: “Los ojos de la CIA en Tlatelolco”, confirmó lo dicho por Agee, basado en documentos liberados por Estados Unidos en 2006, y publicados por The National Security Archive (www.gwu.edu/~nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB204/index2.htm).
No cabe duda que Echeverría, el más astuto, ¿y el más culpable?, morirá exonerado con los santos óleos republicanos administrados por magistrados obsecuentes y tribunales complacientes. Ése es, lamentablemente, el estado de nuestro Estado de derecho; he ahí la tragedia de nuestra pobre democracia. Juan Velázquez, el abogado que defendió a Echeverría, afirma con ignorancia de la historia que hoy existen “dos verdades sobre Tlatelolco”: una –dice despectivo– “el dicho de la gente” y otra, “absolutamente distinta”, el fallo del tribunal. Por eso escribí en La Jornada en su momento (“Tlatelolco: genocidio sin culpables”, 03/4/09) que el litigante, eufórico por su victoria judicial, olvidaba que “todos sabemos cómo y dónde se obtienen algunos fallos de nuestros venerables tribunales; las complicidades, amistades, e intereses que empujan las sentencias por las inmundas cañerías del sistema”.
Ha faltado voluntad política. La vida sigue su curso, pero no olvidamos la matanza de la Plaza de las Tres Culturas (o “de las sepulturas”, como la apodó Demetrio Vallejo, o “de los sacrificios”, como la llamó Octavio Paz después de la tragedia). Decía Paz que sólo cuando se conteste el ¿por qué? del inolvidable cartón de Abel Quezada “podrá el país recobrar la confianza en sus líderes y en sus instituciones”.
Treinta años después de la masacre escribí en La Jornada (“In memoriam”, 02/10/98) que la brutal represión “compró la paz de los sepulcros y la paseó como escarmiento por el territorio nacional, hasta que el espectro de la violencia se encarnó nuevamente en el conflicto de Chiapas”. Después de Tlatelolco siguió la fiesta; después de Chiapas, también; después de Acteal… Quizá por eso la poetisa Rosario Castellanos cerró su hermoso Memorial de Tlatelolco con un melancólico presentimiento: “al día siguiente, nadie. /La plaza amaneció barrida; /los periódicos dieron como noticia principal el estado del tiempo (…) /ni un minuto de silencio en el banquete./ (Pues prosiguió el banquete.)
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