Juan Villoro
El bostezo sirve para que los leones cacen en manada y los políticos en soledad. Pido paciencia para desarrollar esta teoría.
Hace poco le pregunté a Joselo Rangel, miembro de Café Tacvba, cuál es el sello de los nativos de Ciudad Satélite, periferia donde creció y de la que es orgulloso representante. Su respuesta fue significativa: "La principal diferencia es que a nosotros no nos da flojera ir ahí". Para los demás capitalinos, los desplazamientos son una tortura. Tengo la impresión de que en el futuro sólo los especialistas se arriesgarán a ir lejos.
Enamorado de lo nuevo, Gómez de la Serna escribió esta greguería: "El automóvil empolvado parece haber salido de las bodegas de la velocidad". Así son los coches de la Ciudad de México: juntan el polvo de los objetos detenidos. Nuestras avenidas son bodegas de la velocidad.
Si cruzar la calle es difícil, tomarla se ha vuelto una utopía, entre otras cosas porque ya está tomada (en cualquier sitio hay un plantón o un puesto de tamales). Esto ha limitado la participación política. Aunque sobran motivos para protestar, nos falta enjundia para ir por indignación a los lugares a los que tanto trabajo cuesta ir por necesidad.
"No podemos ser tan apáticos: ¡debemos salir a dar molestias!", propuso mi amigo Filiberto, a quien conocí en el Partido Mexicano de los Trabajadores. "El problema es que ya hay tantas molestias que nadie se va a fijar en las nuestras", respondió el escéptico Frank.
¿Qué hacer? La frase con la que Lenin bautizó un opúsculo destinado a movilizar conciencias volvió a nuestra mente.
La indiferencia es signo de derrota. No es ése el ánimo que detecto en las personas. Casi todas están indignadas, pero no se animan a formar un contingente por temor a no hallar el camino de regreso o a ser arrollados por un automovilista incapaz de comprender las causas sociales.
"¿Se van a quedar aquí aplastados? ¡Esto parece una sala de espera de la Tapo!", dijo Filiberto para humillarnos con nuestra indolencia: confundíamos el destino histórico con un autobús a Pachuca.
Nos habíamos reunido para analizar la situación del país. En otro tiempo, algunos de los participantes habían sido adeptos del maoísmo, la teología de la liberación, la corriente crítica del PRI, el eurocomunismo y otras esperanzas que no recuerdo. ¿Sólo el tráfico nos había desmovilizado o mostrábamos síntomas de apatía terminal?
Desconfiado de cualquier iniciativa que sea nuestra, Frank dijo: "el hombre es un animal de costumbres y la costumbre del mexicano es el fracaso". Esta opinión nos indignó. No podíamos permitir que nos atribuyera tamaño derrotismo. Haríamos algo y el primero en enterarse sería él. Lo insultamos y respondió, muy satisfecho: "¿Ya ven? El hombre es un animal. Sólo reacciona si lo incitan a competir". Esto le dio una idea a Filiberto: "Debemos capitalizar el instinto; el hombre es un depredador. ¡Esto no puede ser la Tapo!". Como estábamos en mi casa, el insistente comentario me pareció ofensivo para mis sillones. Vi a Filiberto con ojos de rencilla que malinterpretó como un gesto de solidaridad depredadora.
Nos habíamos juntado para buscar un motivo que nos hiciera salir a la calle. Compartimos el descontento por lo que pasa en el país, pero tenemos ideas muy diversas. Para ese momento, sólo sabíamos que éramos animales.
Llegó el turno de Fabrizio. Es un lector omnívoro y siempre tiene una cita que viene a cuento. Mostró la novela Aquí y ahora, del escritor uruguayo Pablo Casacuberta, y leyó este pasaje sugerente: "Sólo los animales de caza bostezan. No ocurre que el bostezo sea contagioso como efecto secundario y peculiar de una función más central, sino todo lo contrario. Justamente la utilidad principal del bostezo es ser contagioso, publicitar la idea de dormir y sincronizar el ciclo de sueño de la manada para facilitar las operaciones de caza".
Esto nos dio una idea desbocada que nos pareció magnífica: si lográbamos sincronizar nuestras energías, tomaríamos la calle. Debíamos unirnos en una siesta reparadora. Nos habíamos aburrido lo suficiente para que el método resultara revolucionario.
La primera en bostezar fue Gabriela. El efecto fue instantáneo. Todavía no éramos un contingente, pero ya empezábamos a ser una manada. Uniríamos nuestras reservas de entusiasmo para el ciclo de cacería.
De manera asombrosa, durante quince minutos dormitamos sin que eso fuera un desastre social.
Despejados por el sueño, nos dispusimos a poner nuestro instinto depredador al servicio del quehacer político. Filiberto lanzó una arenga sobre las causas que debíamos defender. Gabriela volvió a bostezar. Cuando el orador habló de "coadyuvar a la coyuntura inminente" ya todos dormitábamos. "¡Parecen diputados!", nos injurió.
El experimento de animalidad había fracasado. Los bostezos permiten sincronizar el sueño de la manada para cazar al mismo tiempo. El error del Filiberto fue hablar como político mexicano, ese depredador impune que duerme al resto de la manada para cazar en soledad.
Reforma23/10/2009
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