viernes, 4 de septiembre de 2020

Sonidos negros del coronavirus


Cuando se hundieron las formas puras / ¡bajo el cri-cri de las margaritas, / comprendí que me habían asesinado! / Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias, / abrieron los toneles y los armarios, / destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro. / Ya no me encontraron. / ¿No me encontraron? / No, no me encontraron.
Poeta en Nueva York

Q

ué bien captó Federico con su vena de sonidos negros el duende, silencio repentino y largo que tenía algo de silencio de río y en la alta hora oscura como un río ancho se le sentía fluir, pasándole por el cuerpo y alma. Dolor, latidos de otros seres que eran él mismo, en aquel instante. Sus pies se hundían en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, hasta no sé dónde, en busca de esa sabiduría profunda que flameaban sus ojos y quemaba sus labios. ¡Qué viejo, qué antiguo, qué mítico y fabuloso!

Sólo algún viejo cantador de flamenco y alguna vieja bailadora, vueltos estatuas de piedra, podría habérsele comparado; una remota montaña andaluza sin edad, entrevista en un fondo negro, podría hermanársele.

Federico identificaba al duende con la muerte, con la ruptura, pero también a la vibra inesperada: el pellizco. Vacío que era desamparo. García Lorca al principio había querido presentar al duende como alegrísimo, contradiciéndose aparentemente. Pero, como si estuviera descubriendo el inconsciente freudiano, a su vez identificaba que el optimismo de la primera impresión y el alegrísimo demonio era sólo deseo insatisfecho, fuerza oscura, sonidos negros, muerte que todos llevamos dentro. Duende y muerte que se confunden en los místicos y los malditos, seres regidos por la más profunda sinrazón. Los que han conseguido descorrer las cortinas de la mente convencionales y hacer la representación en carne viva de su ser más ignorado.

Pues si bien Lorca podía hundirse, en el tiempo, en los siglos, en la raíz remotísima de la tierra hispánica, constituye a un gran creador, capaz en sus vaticinios de ver hasta su propio fin trágico. Federico buceador del inconsciente vivió en continuo desdoblamiento con la represión levantada, que lo llevaba incluso a extrañarse de su propio nombre, contemplar perplejo al yo, perdido en el paisaje:

Entre los juncos y la baja tarde qué raro que me llame Federico.

Ese Federico que se extraña de su nombre, camino sin fin ni encrucijadas, que terminaba en la fuente palpitante de la niña poesía. Canto hondo, ruiseñor sin ojos, tanto sus textos y melodías antiquísimas tienen su mejor escenario en la noche, búsqueda del duende, inatrapable, inencontrable, inflable.

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