uciano es inventor de leyendas urbanas que le vienen a la cabeza sin ton ni son, y algunas, quien quita, son chicle y pegan. De oficio sale al campo. Busca claros en los bosques, planicies de hierba, anchos desiertos, playas solitarias cual altamares y ríos de envergadura fronteriza para observar el ordenado caos de las estrellas. Se recita algunas constelaciones, nombra a Sirio y Antares cuando suceden, balbucea el muégano las Pléyades y siente que las muerde.
Va y viene, chofer carguero de hortalizas en un camioncito que atiborra de costales con frijol y maíz, pencas de plátano de un amarillo que acalora, de las cebollas cuelgan barbas y greñas blanquecinas, y retorna a la ciudad en ruta a las bodegas del abasto. Se para donde ve clara la noche y busca dónde tumbarse a mirar. Estaciona el camioncito, apaga las luces, se interna un poco.
Así fue esa ocasión que Luciano imaginó que una nube invisible descendía sobre las calles llenas de carros y transportes grandes, lentos, ruidosos, de estorbo en estorbo. Una nube que nadie veía dispersó los tumultos, acaso la idea de un padecimiento feroz, maestro de asfixia, las M de miedo a la muerte inscritas en las esquinas.
La gente escondía el rostro para que la muerte no la reconociera. El truco a veces funcionaba. Desde la cabina de su carguerito, Luciano contempló la leyenda que se figurara y la cruzó donde la realidad comienza. En su nueva leyenda, la Llorona no plañía por sus hijos, sino por los tíos y los papás de los papás de los niños. Nadie se tocaba ni por los codos. Habladora y políglota en otro tiempo, la gente se doctoraba en monosílabos y frases cortas de fingida cortesía.
¿Qué constelación del camino le inspiró tamaña patraña? ¿Fue Orión acaso? ¿Escorpio? ¿La carreta obvia de la Osa? A quién se le ocurre una ciudad con bocas de trapo que se paraliza entre muecas que nadie ve.
El dinero se untaba con alcohol y las suelas con compuestos químicos. Circulaban ambulancias como taxis y estaba prohibido envolver con periódico las carnes de los pescados. No había escuelas pero tampoco niños. ¿Dónde estaban los niños? Ah, viendo la escuela por televisión, la pesadilla de una popular fantasía pueril. Los menores se reían de esta Llorona aburridos como las ostras.
Paraíso de misántropos, la ciudad de lo real alternativo atormentaba a los fiesteros, los jacarandosos y los que manifiestan inconformidad colectiva. Ciudad, si alguna, de multitudes, estaba reducida a grupúsculos, núcleos familiares y filas en la banqueta hasta para comprar tornillos o medicamentos.
Con cinta adhesiva o pintadas, millares de cruces señalaban pasillos y salas de espera. Cintas amarillas de las que cercan escenas de crimen o coladeras en ruinas rodeaban desganadas y tensas los parques, las plazas, los paseos y los corredores comerciales.
Espectros queriendo dejar su coraza, rostros que piden auxilio como el hombre de la máscara de hierro de Dumas. Mientras rodaba los ejes con su carga de granos y cebollas, Luciano comenzó a espantarse de sus ocurrencias. En la ciudad legendaria se habían extinguido los besos. Toda caricia quedaba terminantemente abolida y un apretón de manos era la ruleta rusa.
Como en todo, había los que se negaban a la realidad. Gente que no se cubría el rostro, primero muerta, ni se aseaba con la obsesión necesaria, ni dejaba quietas las manos tentonas. Por más esfuerzo que hicieran, sus rostros no eran, llevaban la marca de la anomia, del individuo irrespetuoso, reprobable, cuyas facciones resultaban irrelevantes, nadie las reconocía. Todos los que traían el rostro desnudo lucían idénticos, su falta de máscara los desfiguraba.
Que chifladura la de Luciano. Vislumbrar bajo candado a la ciudad enamorada de sus millones de rostros distintos, borrada la fertilidad de las presencias, sus narices originales, la elocuencia y dulzura u odio de tantas bocas comunes. Y los ojos esquivos, de pupila chiquita, no expresaban gran cosa.
Luciano llegó al almacén. Los estibadores, el bodeguero y la chica de la caja estaban no sólo tapados con trapo, sino tras caretas de plástico barato, sin la firmeza decidida del casco de los plomeros ni la personalidad de una escafandra.
Quiso salir de esa fantasía absurda, barrerla con los limpiadores del parabrisas, dejar de inventarse leyendas excesivas, pero en cuanto bajó de la cabina del camioncito un policía sin rostro le ordenó que se tapara la boca y escondiera la cara, so pena de negarle la entrada.
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