Ricardo Rocha
Si alguien le dijera que hay un país donde a una mujer le matan un hijo y luego por exigir justicia le encarcelan a otro y por exigir justicia la matan a ella misma y por exigir justicia ejecutan a su hermano y por exigir justicia secuestran a otros dos hermanos y a su cuñada y por exigir justicia queman la casa de su madre y por exigir justicia los tres desaparecidos aparecen muertos tirados en un descampado, tal vez usted se negaría a creer todo esto salvo porque es verdad y sucede en un país llamado México. Para vergüenza de todos nosotros. Peor aún, que esta cadena de crímenes de exterminio contra una misma familia se ha producido a lo largo de tres años en el escenario cómplice de la indiferencia asesina de autoridades municipales, estatales y federales. Y aún más grave, señalándose como responsables a miembros del Ejército.
La cronología de Josefina Reyes Salazar y su familia es escalofriante: en noviembre de 2008 su hijo Julio César es desaparecido por soldados y luego encontrado muerto a los 23 años, por lo que Josefina culpa a miembros del ejército a la vez que se convierte en una reconocida activista que participa y encabeza diversos movimientos contra la represión, la violencia y la violación de los derechos humanos por parte del ejército y las fuerzas federales particularmente en Ciudad Juárez; en respuesta, en agosto de 2009 los soldados detienen a su otro hijo Miguel Angel a quien acusan de narcotráfico y lo desaparecen e incomunican; en enero de 2010 Josefina es acribillada y muerta cerca de su casa en Guadalupe, municipio anexo a Juárez; seis meses después Rubén su hermano es también ejecutado a unos metros de donde mataron a Josefina.
Pero la persecución perruna y feroz contra la familia Reyes no cesó. Hace tres semanas, este 7 de febrero, un grupo armado levantó a Elías y Magdalena Reyes Salazar —también hermanos de Josefina— así como a la esposa de Elías, Luisa Ornelas, en el mismo municipio de Guadalupe.
La saña persecutoria siguió inaudita e insaciable. Apenas nueve días después de ese secuestro múltiple la casa de Sara Salazar, madre de Josefina y sus hermanos, fue incendiada tan sólo unas horas después de que hiciera un llamado para que Elías, Malena y Luisa le fueran devueltos. Frente a la casa calcinada sólo pudo decir: “Lo único que quiero es que me devuelvan a mis hijos. Le pedí al gobierno que nos pusiera seguridad, pero no me ha contestado. El gimnasio de enfrente está lleno de soldados y no hicieron nada”. Cierto, hay un destacamento del Ejército mexicano a sólo 100 metros de la casa. Y a menos de un kilómetro, apenas este viernes los tres cuerpos fueron encontrados.
Ahora es la propia Sara quien encabeza las protestas y demandas de su cada vez más reducida familia. Pero al mismo tiempo se ha convertido en un símbolo de la resistencia de todos aquellos luchadores sociales que están siendo hostigados y perseguidos por las armas y la muerte. Por eso me pregunto qué es peor, si la irracionalidad furiosa de quienes han sido denunciados —soldados, agentes federales y policías estatales— que luego se convierten en verdugos o la irracionalidad cómplice e increíblemente negligente de autoridades de todos los niveles.
Somos el único país en el mundo donde se criminaliza a las víctimas. También el único en el que se persigue hasta la muerte a los familiares de las víctimas que denuncian a militares o policías asesinos y aún con más encono a los luchadores sociales que intentan defender los derechos humanos más elementales como el derecho a la vida misma.
Perseguidos por esa violencia criminal en su contra Sara Salazar y sus hijos sobrevivientes vinieron a la Ciudad de México. Instalaron un campamento tan elemental como conmovedor a las afueras del Senado de la República. Ni de esa puerta ni de alguna otra recibieron jamás una respuesta satisfactoria a sus elementalísimas demandas de justicia y seguridad. Y se repiten así los círculos perversos y oprobiosos donde se comete el peor delito en este país que es exigir justicia para las víctimas como fue el caso de Rubí Marisol Frayre, por cuyo crimen protestó durante meses su madre Marisela Escobedo hasta que fue ejecutada a las puertas del palacio de gobierno en la ciudad de Chihuahua.
Dramas vergonzantes que se multiplican en una guerra perdida con su cauda infame de lo que los hipócritas llaman daños colaterales. Una vergüenza nacional que podría sintetizarse en la frase de Sara que ahora es expresión de todo un México que dice: “no he dejado de cavar tumbas”.
ddn_rocha @hotmail.com Twitter: @RicardoRocha_MX Facebook: Ricardo Rocha-Detrás de la Noticia
Si alguien le dijera que hay un país donde a una mujer le matan un hijo y luego por exigir justicia le encarcelan a otro y por exigir justicia la matan a ella misma y por exigir justicia ejecutan a su hermano y por exigir justicia secuestran a otros dos hermanos y a su cuñada y por exigir justicia queman la casa de su madre y por exigir justicia los tres desaparecidos aparecen muertos tirados en un descampado, tal vez usted se negaría a creer todo esto salvo porque es verdad y sucede en un país llamado México. Para vergüenza de todos nosotros. Peor aún, que esta cadena de crímenes de exterminio contra una misma familia se ha producido a lo largo de tres años en el escenario cómplice de la indiferencia asesina de autoridades municipales, estatales y federales. Y aún más grave, señalándose como responsables a miembros del Ejército.
La cronología de Josefina Reyes Salazar y su familia es escalofriante: en noviembre de 2008 su hijo Julio César es desaparecido por soldados y luego encontrado muerto a los 23 años, por lo que Josefina culpa a miembros del ejército a la vez que se convierte en una reconocida activista que participa y encabeza diversos movimientos contra la represión, la violencia y la violación de los derechos humanos por parte del ejército y las fuerzas federales particularmente en Ciudad Juárez; en respuesta, en agosto de 2009 los soldados detienen a su otro hijo Miguel Angel a quien acusan de narcotráfico y lo desaparecen e incomunican; en enero de 2010 Josefina es acribillada y muerta cerca de su casa en Guadalupe, municipio anexo a Juárez; seis meses después Rubén su hermano es también ejecutado a unos metros de donde mataron a Josefina.
Pero la persecución perruna y feroz contra la familia Reyes no cesó. Hace tres semanas, este 7 de febrero, un grupo armado levantó a Elías y Magdalena Reyes Salazar —también hermanos de Josefina— así como a la esposa de Elías, Luisa Ornelas, en el mismo municipio de Guadalupe.
La saña persecutoria siguió inaudita e insaciable. Apenas nueve días después de ese secuestro múltiple la casa de Sara Salazar, madre de Josefina y sus hermanos, fue incendiada tan sólo unas horas después de que hiciera un llamado para que Elías, Malena y Luisa le fueran devueltos. Frente a la casa calcinada sólo pudo decir: “Lo único que quiero es que me devuelvan a mis hijos. Le pedí al gobierno que nos pusiera seguridad, pero no me ha contestado. El gimnasio de enfrente está lleno de soldados y no hicieron nada”. Cierto, hay un destacamento del Ejército mexicano a sólo 100 metros de la casa. Y a menos de un kilómetro, apenas este viernes los tres cuerpos fueron encontrados.
Ahora es la propia Sara quien encabeza las protestas y demandas de su cada vez más reducida familia. Pero al mismo tiempo se ha convertido en un símbolo de la resistencia de todos aquellos luchadores sociales que están siendo hostigados y perseguidos por las armas y la muerte. Por eso me pregunto qué es peor, si la irracionalidad furiosa de quienes han sido denunciados —soldados, agentes federales y policías estatales— que luego se convierten en verdugos o la irracionalidad cómplice e increíblemente negligente de autoridades de todos los niveles.
Somos el único país en el mundo donde se criminaliza a las víctimas. También el único en el que se persigue hasta la muerte a los familiares de las víctimas que denuncian a militares o policías asesinos y aún con más encono a los luchadores sociales que intentan defender los derechos humanos más elementales como el derecho a la vida misma.
Perseguidos por esa violencia criminal en su contra Sara Salazar y sus hijos sobrevivientes vinieron a la Ciudad de México. Instalaron un campamento tan elemental como conmovedor a las afueras del Senado de la República. Ni de esa puerta ni de alguna otra recibieron jamás una respuesta satisfactoria a sus elementalísimas demandas de justicia y seguridad. Y se repiten así los círculos perversos y oprobiosos donde se comete el peor delito en este país que es exigir justicia para las víctimas como fue el caso de Rubí Marisol Frayre, por cuyo crimen protestó durante meses su madre Marisela Escobedo hasta que fue ejecutada a las puertas del palacio de gobierno en la ciudad de Chihuahua.
Dramas vergonzantes que se multiplican en una guerra perdida con su cauda infame de lo que los hipócritas llaman daños colaterales. Una vergüenza nacional que podría sintetizarse en la frase de Sara que ahora es expresión de todo un México que dice: “no he dejado de cavar tumbas”.
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