domingo, 13 de junio de 2010

Violencia que envuelve y agobia

Miguel Ángel Granados Chapa

No sólo por razones de principio debe actuarse contra el abuso de autoridad norteamericano, sino también para no empeorar la relación de los dos países precisamente en el combate a la violencia

No se diría que la hay de todos contra todos. Ese extremo significaría la plena falta de cohesión, la cabal descomposición social. Pero la violencia en sus manifestaciones diversas nos envuelve y agobia, por la diversidad de sus expresiones y la imposibilidad de los gobiernos de atajarla y castigarla. Algunas de las expresiones de esa violencia, fenómeno grave de suyo, generan tensiones que, al no ser convenientemente enfrentadas, empeoran la situación.

En la frontera con Estados Unidos hubo en las dos semanas recientes sendos homicidios que si bien no han sido ignorados por el gobierno mexicano -era imposible pasarlos por alto- no han sido enfrentados con el rigor necesario. El miércoles 9 fue sepultado el señor Anastasio Hernández, mexicano que durante 20 años vivió y trabajó en localidades californianas fronterizas con México. Radicado en San Diego, había establecido allí su hogar, con su esposa y cinco hijos norteamericanos. Él, sin embargo, carecía de documentos de residencia, era un ilegal, y el viernes 28 de mayo fue descubierto como tal por la Patrulla Fronteriza, en el lado norteamericano del puente San Isidro-Tijuana.

En un anticipo de los crímenes que pueden multiplicarse en Arizona cuando entre en vigor la ley que permite a la policía reclamar documentos a quien parezca ser un inmigrante ilegal, Anastasio Hernández fue detenido y luego brutalmente golpeado hasta por 20 agentes de la Border Patrol. Aunque estaba ya sometido, le dispararon con la pistola eléctrica cuyo uso tiene autorizado esa corporación para que sus miembros se defiendan de agresiones o resistencia armada. No era el caso de Hernández, según lo atestiguaron y registraron testigos que difundieron los videos en que consta el modo cruel e inhumano con que fue ultimado. Debido a las descargas eléctricas, padeció muerte cerebral de inmediato y tres días más tarde murió en el hospital Sharp, de Chulavista.

La misma Patrulla Fronteriza fue protagonista de otro acto de brutalidad. Una semana después del episodio de San Isidro, fue asesinado el adolescente Sergio Adrián Hernández Güereca. Según el Departamento de Estado norteamericano, la Border Patrol respondió a la agresión a pedradas con que un grupo de personas, entre las que estaba Sergio Adrián, pretendió cruzar la frontera. De ser cierta esa versión, hay una notoria desproporción entre el ataque resentido por la policía fronteriza y su respuesta, pues el muchacho recibió en la cabeza un disparo calibre .40. El sindicato de esa misma policía alegó de inmediato que no hay tal desproporción pues las pedradas pueden ser mortales y esa condición autoriza el uso de armas de fuego. Después se ha ido más allá, se ha incurrido en la práctica muy a menudo utilizada en México de criminalizar a la víctima: se ha dicho que era pollero, es decir traficante de personas, o que lo era también de drogas.

Los cónsules en San Diego y en El Paso, Remedios Gómez Arnau y Roberto Rodríguez, actuaron pronto y adecuadamente conforme a sus limitadas funciones. Pero la dimensión de los asuntos que los ocuparon excede a sus atribuciones. Más allá de las notas diplomáticas de protesta, de las que ni siquiera se acusó recibo, la Cancillería y la casa presidencial -que se limitaron a condenas sin trascendencia- deberían realizar acciones legales que impidan la impunidad. Los expertos lamentan que no se haya llamado a la Cancillería al embajador Arturo Sarukhán ni al embajador Carlos Pascual, como lo amerita la gravedad de la situación. Debió asimismo solicitarse de inmediato la detención con fines de extradición del agente fronterizo que mató a Sergio Adrián, para que sea procesado en México, pues en territorio mexicano se produjo la muerte de este infortunado muchacho.

No sólo por razones de principio debe actuarse contra el abuso de autoridad norteamericano, sino también para no empeorar la relación de los dos países precisamente en el combate a la violencia, particularmente la que practica el narcotráfico. México ha caído ya en una franca dependencia respecto de Washington, como lo revela la forma y el fondo de la Operation Deliverance, presuntamente una tarea conjunta cuyos resultados, sin embargo, se presentaron en Washington por el procurador norteamericano, Eric Holder, quien agradeció la "ayuda mexicana" para llevarla a cabo, expresión que no cuadra con una investigación realmente bilateral.

Como quiera que sea, no son nada desdeñables los resultados de esta Operación, que duró 22 meses y permitió la captura de 2,266 personas. Sólo el miércoles 9, el gobierno estadounidense detuvo en 16 estados de la Unión a 429 presuntos delincuentes, la quinta parte del total. El nombre y el descubrimiento principal de esta operación tiene que ver con los nuevos modos de introducir la droga de México a Estados Unidos, a través de transportistas independientes que ingresan a ese país con mercancía legal como disfraz de su carga de estupefacientes. Es deseable que la satisfacción que provoca este hallazgo no se convierta en pesar, lo que ocurriría si esa nueva modalidad de distribución de drogas incrementa las nunca resueltas dificultades de los camioneros mexicanos para entrar en Estados Unidos, conforme a las pautas del Tratado de Libre Comercio.

En el resto del país la violencia homicida cunde sin freno. En la primera semana completa de junio, del 5 al 11, fueron asesinadas 271 personas. El peor lapso semejante había ocurrido el mes pasado, del 13 al 19 de mayo, con 251 víctimas. La marca fue rota por la espantosa ejecución de 19 personas en Chihuahua, Chihuahua, la entidad que gana el triste campeonato de la inseguridad. Un comando de 30 matones irrumpió en un centro de rehabilitación para adictos y separó a 19 personas a las que fusiló. La furia del ataque se mide por el número de 200 casquillos que quedaron esparcidos en el lugar, en una acción que quiso mostrarse como justiciera. Aun- que la policía ocultó el contenido de cuatro cartulinas dejadas por los asesinos, Reforma pudo leer en una de ellas que presentaba a los ejecutados como partícipes en casos de "extorsión, robo, violación y secuestro. Estos hijos de la chingada son los que extorsionan y robaban, pero, no conformes con eso, también levantaban y violaban a mujeres para despojarlas de sus vehículos".

La razón verdadera es muy otra. Los ejecutados eran personas que intentaban abandonar su adicción -y con ello disminuía la clientela- o eran narcomenudistas arrepentidos o deudores cuya conducta rompe la cadena distributiva y no puede ser perdonada. Como es regla generalizada, el ataque del viernes resulta de la impunidad. En los dos años recientes, a contar desde agosto de 2008, en Chihuahua y Ciudad Juárez se han perpetrado seis ataques a locales de la misma naturaleza, en los cuales se practicó el modo de operar del 11 de junio. La marca, de 18 víctimas en una sola embestida, la tuvo el centro El Aliviane, de Ciudad Juárez, donde el 2 de septiembre pasado fueron asesinadas 18 personas (Reforma, 12 de junio).

En Tamaulipas fueron ultimadas 28 personas en los 11 primeros días del mes. Y en Nuevo León lo que murió fue el imperio de la ley, que ya era precario y limitado, pero quedó abatido el miércoles 9 cuando la captura de un jefe del narcotráfico produjo una respuesta aterrorizante, no por sus dimensiones que fueron enormes de suyo, sino por lo que significa de amago permanente: 40 esquinas de importantes avenidas en Monterrey fueron bloqueadas con vehículos robados. Nada hizo ninguna autoridad para enfrentar este colosal desafío, cuyos límites fueron establecidos por los propios delincuentes y no resultaron de acciones gubernamentales.

En esta visión panorámica de la sangre derramada o la ley vulnerada no puede faltar el ataque a Ixtli Martínez, corresponsal en Oaxaca del noticiero radiofónico MVS, cuya primera edición conduce Carmen Aristegui. Al cubrir un enfrentamiento de estudiantes y profesores de la escuela de derecho de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca, la reportera quedó cara a cara con un matón que a punto de disparar se arrepintió de matarla, cuando sus miradas se cruzaron y bajó el arma, y la hirió de gravedad en el fémur. Fue ya detenido, es simultáneamente porro y profesor. Su nombre es Salvador Hernández Bustamente y le llaman El Taquero. Sabremos de sus móviles si se investiga a derechas.

Reforma
13/06/2010

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