De los mayores deleites que me ha dado la narrativa francesa en el curso de una vida que se aleja es la lectura de la obra de Albert Camus y Marguerite Yourcenar. La del argelino es una prosa solar, sensual y tocada por el aire y el mar mediterráneos; la otra, la prosa equi-libradamente musical y sobriamente exacta que muchas veces parece mármol en movimiento. De Yourcenar, la primera gran revelación fue, debía ser, Mémoires d’Hadrien (1951), libro al cual uno vuelve no necesariamente para releerlo completo, sino pasajes o páginas de una lucidez bellísima. Mujer de un talento y una inteligencia excepcionales, Yourcenar, en sus dos novelas mayores, supo unir implícitamente ética y estética, como los poetas e historiadores de la antigua Grecia, a los que leyó tan bien. Igual que en Borges o en Robert Graves, en sus páginas se da en alto grado la emoción intelectual.
Podría decirse de la escritora belga lo que dijo Borges de Flaubert: “Se negó a apresurar la pluma; no hay una línea de su obra que no haya sido vigilada y limada.” Si leemos, por un lado, de Memorias de Adriano las notas finales, y de Opus Nigrum (L’Oeuvre au Noir), la nota de la autora y las páginas de la entrevista que le hizo Mathieu Galey, muy concretamente sobre la novela (Les yeux ouverts), parece que poco o nada fue dejado al azar.
Quien busque las páginas rápidas que crean tensión y expectación constantes en las dos novelas mayores de Marguerite Yourcenar tendrá que buscarlas en otros autores. Memorias de Adriano la narró en primera per-sona, en forma de epístolas, desde el punto de vista del propio emperador Adriano (76-138 dc), quien las es-cribe al joven Marco Aurelio (121-180 dc), futuro emperador de Roma; Opus Nigrum está relatada desde una tercera persona que, paradójicamente, se distancia de sus protagonistas principales para adentrarse mejor en ellos.
Editada en 1968, Opus Nigrum cumple medio siglo de su publicación. Dividida en tres partes se enmarca en el siglo xvi. Por líneas liberadas aparentemente al azar por la autora, sabemos que la vida de Zenón, el personaje sobresaliente, va del 24 de febrero de 1510 al 18 de febrero de 1609. El siglo xvi es un período de guerras de religión exasperadas e inútiles, del odio que conlleva aquello que no se entiende o no se tiene la voluntad de entender, de las cacerías inquisitoriales (Zenón mismo acaba siendo víctima).
Desde 1517, con las noventa y cinco tesis de Martín Lutero, empezó el fuego de la Reforma que derivaría en el protestantismo. La Roma de los Borgia, de Julio ii y de León x había llevado a la Iglesia a un esplendor cultural, pero también a una degradación política y moral in-solente y despreciable. Lutero rechazó que la Iglesia romana se irguiera en un poder temporal, negó el Purgatorio, y se puso en contra de la venta de indulgencias para la salvación del alma, la adoración de iconos de vírgenes y santos y el lujo grosero que se había vuelto contrario al ejemplo evangélico. Frente a Roma, además del luteranismo, surgen otras Iglesias cristianas: el calvinismo y el anabaptismo, y todas a su vez derivarían en una multitud de sectas, con fieles seguidores, unos más fanáticos que otros. Frente a eso, la Iglesia católica organiza el Concilio de Trento. Un mundo de violento horror religioso que se traslada a la América hispana, cuando Felipe ii la impone en 1570 incluyendo la Inquisición. En 1572 ocurre uno de los crímenes religiosos más horrendos de la historia de la intolerancia: la Matanza de San Bartolomé. Una anécdota curiosa: Your-cenar dijo que mientras escribía la novela iba al museo de Bellas Artes en Bruselas a ver las obras de Jhe-ronymus Bosch, el Bosco (1450-1516), y Pieter Breughel, el Viejo (1525-1569), que retratan en su cotidianidad y horror aquellos años del siglo de la intolerancia.
En la novela, Yourcenar deja ver un incipiente capitalismo con una naciente burguesía. Los telares que desplazan a los obreros son la primera muestra de la máquina que sustituye cruelmente la mano del hombre. El primero en utilizarlos es un hombre del pueblo, Colas Gheel, amigo de Zenón.
Dos personajes flamencos, ambos de la ciudad de Brujas, primos hermanos entre sí, dominan la escena de la novela: el poeta y soldado Henri-Maximilien, y sobre todo el alquimista, filósofo y médico Zenón: uno, “el aventurero del poder” y el otro, “el aventurero del saber”, quienes se querían bien entre sí, pero cuyos destinos sólo se unen luego de largos intervalos de tiempo. Hijo del mercader y usurero Henri-Juste Ligre, Henri-Maximilien, afanoso de “la gloria militar”, poeta de escasos dones, hombre ligero para quien “la mujer es el camino al sol”, quien se encanta con la música y las fiestas, es, como Zenón, de muy otra manera que Zenón, un espíritu libre en medio de un siglo beligerante y sombrío. Henri-Maximilien acabaría muriendo en Siena, huyendo de las tropas imperiales, cuando una bala lo alcanza en el hombro y al caer se golpea la cabeza contra una piedra. El libro de versos “alegres y tiernos” escrito por él y que guardaba en ese instante lo acompaña al fondo de un pozo. Si el sombrío Zenón es la figura más honda y compleja del libro, Henri-Ma-ximilien es el más querible y simpático.
Zenón es hijo bastardo de un político florentino (Messer Alberico de ‘Numi), que “había destacado en la corte de los Borgia”, y de Hilzonde, hermana del mer-cader y usurero Henri-Juste Ligre. El florentino Messer Alberico, quien había llegado a Brujas a cobrar unas deudas, se instala en la casa de Henri-Juste y se ena-mora de Hilzonde, a quien deja embarazada cuando se ve obligado, por urgencias políticas, a regresar a Italia. Meses después nacería Zenón. Messer Alberico nunca regresaría a Brujas. Tiempo más tarde Hilzonde conoce y acaba casándose con Simon Adriansen, mucho mayor que ella, de fe anabaptista, hombre bueno, muy rico y desprendido. Todo queda en familia: Martin Lugger, gran competidor comercial de Henri-Juste Ligre, estaba casado con una hermana de Simon Adriansen.
Dudar es la única certeza
E
studiante de teología en Lovaina en su juventud, nómada por décadas, podemos decir que el territorio de Zenón es toda Europa, pero el gran centro no está para él en París o Viena o Florencia, sino en la ciudad en que nace, el puerto flamenco de Brujas1, de donde irradian oscuramente los hechos de la novela. Un hombre como él, que anda a la deriva y teje en el telar de la imaginación colectiva una leyenda brumosa, es lógico que se le crea en múltiples sitios: ciudades y pueblos y aldeas y paisajes naturales desde España a Turquía. Numerosas veces creyó tener el derecho de ciudadanía en la ciudad donde estaba o por donde pasaba, pero íntimamente comprendía que estaba en ninguna parte. Ante todo su leyenda se crea por escribir libros sobre teorías y temas peligrosos que inquietan a la Iglesia y al Estado, lo que le trae la animadversión y después la persecución. En ese entonces, en un continente cerrado, ciertos libros podían ser más peligrosos que un ejército; algunos de los suyos eran quemados en la plaza pública. La duda de los dogmas, o al menos su apariencia, convertía a un hombre así, en un siglo turbiamente supersticioso, en algo como la imagen o la representación del diablo. A Zenón lo mismo se le acusó de ateo o de apóstata o de escéptico. Sin embargo, mucho de lo que Zenón deja sentir en el lector desde la segunda mitad de la novela es la fatiga y el desconsuelo de que tanto estudio no le lleve a saber, entre varias y variadas cosas, si hay Dios y si a fin de cuentas no da lo mismo morir por una u otra causa. Un capítulo clave es el último encuentro con su primo hermano Henri-Maximilien (“Conversación en Innsbruck”)2. En él, un Zenón envejecido prematu-ramente cuenta que luego de ahondar en múltiples cavilaciones, ha comprendido que los misterios esenciales tienen su explicación religiosa pero también una explicación racional, y que la gente de la Iglesia habla con ligereza o escaso conocimiento acerca del sexo, del alma, de la muerte, del infierno, de la eternidad sólo para el hombre, de la tierra o el sol como verdaderos centros del universo, y que al término de los azarosos viajes, luego de tantas prácticas médicas y alquímicas y de minuciosas meditaciones filosóficas, la única certeza a la que ha llegado es que todo se halla sujeto a duda. Como alguna vez pensó en León, España, “la ley cristiana, la ley judía y la ley mahometana no eran más que tres imposturas”. No menos interesante, en esta suerte de discusiones filosóficas es el capítulo donde Zenón tiene continuos diálogos con el prior de los franciscanos de Brujas, Jean-Louis de Berlaimont, en el cual se dejan ver en ambos las grietas mentales de la fe.
Respecto al título la autora belga hace que Zenón, en el magistral capítulo de “El abismo”, indirectamente lo explique: “Solve et coagula… Siendo un joven clérigo, había leído en Nicolas Flamel la descripción del opus nigrum, la experiencia de la disolución y la calcinación de las formas, que es la parte más difícil de la Gran Obra” .3
Si nos atenemos a lo que contestó Yourcenar en 1980 a Matthieu Galey en el libro-entrevista Les yeux ouverts (Los ojos abiertos) 4 en la novela no siguió modelos históricos, pero al irla escribiendo encontró que algunas opiniones de Tommaso Campanella o de Giordano Bruno coincidían con las de Zenón, y que Erasmo de Rotterdam tenía analogías biográficas con él. Por su lado, si hubo, como lo imaginó en la novela, un parecido físico de alguien con Zenón, vino a encontrarlo casualmente en el palacio del Bargello florentino en un busto de Donatello (que acaso podría ser el mismo Donatello), es decir, un hombre de “constitución seca y nerviosa”. Ella quiso crear, logró crear, un personaje que fuera a la par “llama y hielo”.
Desde poco antes de la mitad de la novela, a su regreso a Brujas luego de treinta y cinco años de andar aquí y allá desde Portugal a Turquía, y creyendo que haría un alto más en el camino, Zenón se cambia cautelosamente el nombre por Sébastien Théus y se dedica a ejercer la medicina. Es necesario un descanso y también rehuir persecuciones. Vuelve “a la insípida existencia de la pequeña ciudad”. Ya ha pasado el medio siglo de su vida. Varios de sus parientes han muerto: padre, madre, el tío Henri-Juste, el primo Henri-Maximilien… Apenas queda una media hermana (Martha), casada con su primo Phillibert Ligre, pero a la que ha visto sólo una vez.
Zenón (Sébastien Théus) se encierra en el Hospicio de San Cosme y apenas sale. Se desplaza, a lo más, en la bella ciudad de los puentes –salvo un intento de fuga–, entre hospitales y conventos, donde lleva a cabo la práctica, devotamente igualitaria, de curar a los enfermos de cualquier religión e ideología. Para un nómada natural esa quietud, nos decimos, tendría mucho de castigo claustrofóbico y de pe-nitencia atea. Ya entonces a Zenón le importa más el acto de pensar que “los dudosos productos” que da el pensamiento. Se lee en el capítulo de “El abismo”: “Las nociones morían, igual que los hombres: en el transcurso de medio siglo, él había visto derrumbarse, convertidas en polvo, varias generaciones de ideas.” Luego de hundirse en toda suerte de búsquedas e indagaciones, termina por volver a la que más le interesa: el cuerpo humano.
En cuanto a su relación con las mujeres fue, en el mejor de los casos, como en el asunto de una española, una húngara y una sueca de Frösö, intensa pero breve. Los deleites corporales no ocuparon demasiado su tiempo y, por ende, no representaron una sed no saciada, pese a que en teoría él justificaba la experimen-tación a plenitud de todas las pruebas del placer.
El alma y los hechos
En ese siglo en que la pequeña Europa vivía el infierno grande, en el siglo de la malhadada multi-plicación de Iglesias y sectas, Marguerite Yourcenar va señalando como al desgaire fechas históricas definitivas: las navegaciones y exploraciones ultramarinas; la Reforma luterana; la paz entre Francia y España llamada la Paz de Cambray o Paz de las Damas (Marga-rita y Luisa) en 1529; la rebelión de los anabaptistas en Münster en los años 1534 y 1435; la peste que llegó de Oriente (1549); el Concilio de Trento, con sus veinticinco reuniones entre 1545 y 1563, que acabarían en la con-firmación de los dogmas católicos, y que se conoce históricamente como la Contrarreforma. O como contesta Marguerite Yourcenar a Matthieu Galey, al comparar el año cuando reanuda la escritura de Opus Nigrum (1956) y los hechos que en ella describe: “Acuérdese usted: Suez, Budapest, Argelia… Sentí a qué punto se volvía fácil evocar este desorden, estas cortinas de hierro del siglo xvi entre la Europa católica y la Europa protestante, y el drama de aquellos que no pertenecían a ninguno de las dos y huían de una y de otra.”5
De las historias secundarias de la novela, quizá la más atractiva, la cual tiene algo o mucho de monstruosa, es la de Hilzonde y Simon, madre y padrastro de Zenón. Ambos viven juntos doce años en Amsterdam, tienen varios hijos que mueren, hasta que al fin en-gendran una bella niña (Martha). Simon convierte a Hilzonde al anabaptismo. Como se sabe, los anabaptistas eran odiados tanto por católicos como por luteranos, tan crueles cualquiera de los tres. En su perfil luminoso, los anabaptistas creían social, económica y religiosamente en la desaparición de la moneda, en la repartición comunal de los bienes, en la gran fraternidad y aun en la necesidad de un nuevo bautizo en la edad adulta porque no se creían nacer con el pecado original; en el perfil oscuro, los líderes eran de una extrema fiereza, y se habían vuelto, junto con la comunidad, unas “almas idiotizadas y locas”. Querían hacer de la ciudad alemana de Münster la Nueva Jerusalén y llevar a cabo una revolución de los desheredados. Simon convence a Hilzonde de irse con su hija Martha a Münster. Los anabaptistas tenían entre sus líderes a Bernard Rottmann, a Jan Matthyjs, a Knipperdolling y a Jan de Leyde, uno más alucinado y fanático que otro, quienes se permitieron decretar la poligamia. Jan de Leyde incluso toma a la madre de Zenón como una de sus amantes. La rebelión dura de febrero de 1534 a junio de 1535, cuando los anabaptistas son vencidos por el ejército del obispo luego de un largo sitio y los líderes terminan enjaulados y colgados de la catedral gótica de San Lamberto, como ellos mismos enjaularon antes a aquellos de los suyos que consideraban desviacionistas y rebeldes. A la muerte de Simon e Hilzonde, la hija de ambos, Martha, se educaría con Sa-lomé, la hermana de Simon, casada millonariamente con el mercader Martin Fugger, enemigo de Henri-Juste Ligre, ese Martin que era –se dice en la novela– “terrible en los negocios” y “cordero en el hogar”. Pero la peste de 1549 acabaría con Salomé y su hija Bénédicte. Martha, quien vivía con ellas, se salva y acaba casándose con Philibert Ligre, sobrino de Hilzonde. Ambos, Philibert y Martha, con indiferencia cruel, no levantarán un dedo, pudiéndolo al menos intentar, para salvar de la hoguera al primo y medio hermano incómodo.
La otra historia atractiva, de una secreta perversión, es la de los Ángeles, en la cual un grupo de cinco muchachos, una bellísima quinceañera adinerada y una mulata que es su sierva, llevan a cabo orgías secretas en el convento de las bernardinas. Aquello que crea más interés en el lector es saber si serán descubiertos y Zenón caerá en la trampa, quien, por demás, trata en vano de disuadirlos cuando su ayudante (Cyprien) quiso tenerlo como confidente y cómplice.
Después de seis años en Brujas, Zenón presiente que puede ser descubierto. Intenta huir, pero la fuga a la Inglaterra de Isabel i resulta fallida y debe volver a la ciudad de los puentes y los pasadizos. Pero algunos imprevistos y la delación, llena de falsedades, de su ayudante Cyprien, empiezan a cercarlo. Es encarcelado y llevado a juicio con veinticuatro cargos en contra. En los últimos capítulos de la novela, Zenón repasa su vida, y tiene algunos pensamientos como éste, que alguien, entrado en años, puede concluir de una manera semejante: “Sin embargo, la vida misma, vista por un hombre preparado a abandonarla, adquiría la extraña inestabilidad y la peculiar ordenación de los sueños.”
Pese a la ayuda del canónigo Bartholommé Campanus, su antiguo maestro, ya fatigado y debilitado por la cárcel, Zenón va prefiriendo la muerte. Si tenía horror a la tortura (se la evitaron), el otro horror, más grande, era morir en la lenta hoguera. El impresionante final de la novela abre conjeturas para que el lector haga su propia conclusión.
Al terminar Opus Nigrum uno siente que desconoce un poco menos el alma del hombre y los hechos del mundo. Asimismo se cree encontrar un bello recado subyacente de que debemos tener los ojos abiertos de manera permanente hasta la hora de la hora
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