os saldos positivos de la balanza agropecuaria en México tienen un rostro invisible: la devastación ambiental y la explotación salvaje de la mano de obra. El gran éxito
de la agricultura de exportación mexicana camina de la mano de la degradación de tierras, el abatimiento de los mantos freáticos, el agravamiento de la dependencia alimentaria y la despiadada utilización de jornaleros agrícolas en las modernas fincas agroindustiales.
Impulsado por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, hoy T-MEC) y las reformas al artículo 27 constitucional que metieron a la propiedad social en el mercado de tierras, en el mundo rural se operó una transformación radical. El viejo modelo de agricultura bimodal, orientado parcialmente a la producción cerealera y de oleaginosas, se modificó. Hoy rige otro modelo agroexportador, que tiene como eje el cultivo (y la exportación) de berries, hortalizas, tomate, pimiento, pepino, aguacate y, por supuesto, estupefacientes.
El capital siempre ha deseado someter la producción agrícola y pecuaria a su lógica de valorización. El modelo agroindustrial es una especie de línea de ensamble, que demanda insaciablemente agua y más y más mano de obra. Como narra dramáticamente Kau Sirenio en su libro Jornaleros migrantes: explotación transnacional, las relaciones laborales a las que se ven sometidos unos 2 millones, son inhumanas.
Esquemáticamente, existen dos tipos de jornaleros: los estacionales, que llegan desde áreas remotas, como la Montaña de Guerrero, la Mixteca oaxaqueña o de Chiapas, a los campos de cultivo de las regiones de riego, para luego regresar a sus comunidades de origen. Y los que hacen de sus nuevos lugares de trabajo, su domicilio fijo, como San Quintín, Baja California. En la zona cañera de Morelos, por ejemplo, se han establecido como habitantes permanentes migrantes indígenas mixtecos y chiapanecos de regiones donde se conjuntaron, forzando su expulsión, desastres naturales, violencia del crimen organizado y pobreza extrema.
El sudor de los jornaleros hace fértiles las nuevas fincas. Las condiciones en las que laboran allí son humillantes. Sometidos a una estrecha vigilancia, a cambio de salarios de hambre, trabajan jornadas de hasta 14 horas diarias sin día semanal de descanso ni, mucho menos, vacaciones o seguridad social. Los capataces abusan sexualmente de las mujeres; ellas deben llevar a sus hijos a los predios para que también produzcan.
Los trabajadores agrícolas viven usualmente en asentamientos provisionales que se convirtieron en permanentes, hacinados, sin servicios básicos, en viviendas con techos de lámina y pisos de tierra, y sin acceso a agua potable. Muchos son indígenas migrantes provenientes de Oaxaca (mixtecos y triquis), Guerrero, Puebla y Veracruz, que han hecho de los poblados aledaños a los campos agrícolas su otra comunidad.
Las fincas en que laboran están dotadas de riego y equipo de alta tecnología. Son empresas agrícolas que explotan intensivamente una mano de obra barata, abundante, fácilmente sustituible y, por lo mismo, desechable. No tienen que hacerse cargo de garantizar condiciones dignas para su reproducción. Si un trabajador enferma, muere o se agota, se le sustituye por otro sin costo. Exprimen a los jornaleros como si fueran naranjas a las que hay que extraer el jugo hasta dejarlas convertidas en cáscaras.
Las empresas no respetan la legislación laboral. Disponen de la complacencia de las autoridades y de sindicatos de protección afiliados a la CTM y a la CROM. Sus intentos de organización independiente son obstaculizados.
Las cifras que documentan esta explotación son dramáticas. Tan sólo 25 por ciento recibe el salario mínimo, muchos más reciben menos del salario mínimo. Sólo tres de cada 100 tienen un contrato de trabajo por escrito, más de 60 por ciento trabaja seis días a la semana y 14 por ciento de ellos laboran todos los días de la semana. Sólo cuatro de cada 100 tienen acceso al servicio de salud y sólo 7 por ciento tiene aguinaldo. Más de la mitad tiene que trabajar con plaguicidas elaborados con venenos terribles.
Para resistir las extenuantes jornadas, se ha extendido aceleradamente entre los trabajadores agrícolas (y, como lo ha denunciado insistentemente Flavio Sosa, entre los jóvenes rurales), el consumo de metanfetaminas, sobre todo cristal. En muchos casos son los mismos contratistas (verdaderos enganchadores modernos), quienes la surten. Son –dicen– vitaminas
para resistir mejor las faenas.
Como da cuenta un testimonio recogido por Braulio Carbajal en La Jornada,“hemos detectado que en los huertos de varios municipios de Michoacán, son los mismos jefes de cuadrilla (contratistas) los que ofrecen la droga a los jornaleros. Ellos ganan por comisión, es decir, mientras más cajas llenan los trabajadores, mayor es su tajada; por tanto, se aprovechan y ofrecen el cristal con la promesa de que los ayudará a no cansarse, a ganar más” (https://bit.ly/3lgE6Jv).
Detrás de la riqueza del boom agroexportador mexicano hay alimentos regados y abonados con sangre jornalera. Aunque no es algo nuevo, las condiciones laborales que sufren los trabajadores agrícolas de casi todo el país en pleno siglo XXI en nada envidian lo relatado en México bárbaro, de John Kenneth Turner, en la era porfiriana. Ese México bárbaro no se ha ido.
Twitter: @lhan55
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