lunes, 30 de junio de 2008

Una vela en la oscuridad

Javier Sicilia

Al pedir la devolución de los 30 millones de pesos, “más intereses”, que el gobernador de Jalisco, Emilio González Márquez, entregó a la Fundación Pro Construcción del Santuario de los Mártires, el cardenal Sandoval Íñiguez acaba de encender una vela en medio de las tinieblas con las que él y algunos de los altos prelados acostumbran ensombrecer a la Iglesia. Hay que felicitarse por ello.
Pero también hay que decir que esa felicitación no está exenta de pesar. Hace tiempo que muchos católicos esperábamos un gesto de dignidad por parte de quienes detentan la sabiduría más profunda de Occidente; hace tiempo que esperábamos que esos hombres que, contra las permisividades del siglo, defienden la más alta norma ética, tuvieran un gesto que los hiciera dignos de ella. Nuestro deseo era que el acto del cardenal se hubiese realizado en el momento mismo en que la ceguera etílica y la soberbia del gobernador hicieron “el donativo”.
Por ello, ese gesto que, aunque llega tarde, nos alegra, no nos satisface. Nosotros no sólo queremos alegrarnos por un acto que desde el principio debió haber sido perentorio –la Iglesia no acepta dinero de ningún poder–; queremos admirar y fortalecer la fe. Queremos que el espíritu del Evangelio se pruebe antes de que la maldición en medio de la oscuridad tenga que venir a apoyarlo y a darle la razón.
Cómo nos hubiera gustado ver rechazar ese donativo en su momento; cómo nos hubiera gustado ver al cardenal Rivera poner en claro el asunto de la pederastia, y a Maciel y a su Legión pedir humildemente perdón por sus traiciones, para que Alberto Athié y muchos católicos no hubiésemos tenido que hablar y maldecir; cómo nos hubiera gustado y nos gustaría ver todavía a la Conferencia Episcopal hablar fuerte y duro contra el capital y las traiciones que los católicos en el poder hacen al espíritu evangélico, para que nosotros, los pequeños cristianos, no tengamos que levantar diariamente la voz.
Ese hablar con el discurso y los actos de la Iglesia –que de alguna forma está en el pequeño gesto que el cardenal Sandoval Íñiguez acaba de hacer– es el único que puede pesar en medio de los abusos, de las persecuciones y de las hipocresías del dinero y del poder; es el único que puede devolverle al espíritu evangélico su fuerza en el mundo; el único que, como Jesús, puede recordar a los católicos y al mundo que no se puede servir a Dios y al dinero, ni ser cómplice del César.
Es duro pensar que la Iglesia jerárquica ha dejado este cuidado a otros más oscuros, que no tienen su autoridad, y es duro, porque la Iglesia, si es coherente con el mensaje evangélico, no tiene que preocuparse de durar o de preservarse como lo hacen los poderosos del mundo. Ni siquiera cuando ha estado cargada de cadenas, perseguida y pobre, ha dejado de existir. Por el contrario, cuando, como su Señor, ha sido más débil, es cuando ha sido más fuerte, más profunda y más verdadera; una fuerza que, dadas sus traiciones y su hipocresía, ya nadie quiere reconocerle.
Ahora que el cardenal Sandoval Íñiguez ha dado algo de lo que se esperaba de él y de los altos prelados, es decir, algo de lo mejor que custodia, debe recordar que se ha puesto del lado del bien; debe recordar que Cristo tuvo razón cuando al darle la espalda al César y devolverle la moneda del impuesto –la moneda de la “limosna”– nos enseñó que la Iglesia, en su pobreza, es el oro y lleva otra efigie que no es la del Estado y sus poderes, sino la imagen y la semejanza de Dios, la del Cristo pobre que no tiene una moneda en el cinto ni un lugar donde reclinar la cabeza. Debe recordar que sólo los que viven para el dinero siguen las reglas de ese juego, que es el de la corrupción, la malversación, la mentira, la intriga y la servidumbre que se inclina siempre ante la razón del más fuerte. Debe recordar que contra ellos Jesús se negó a ser proclamado rey; llamó hipócritas y “sepulcros blanqueados” a los sacrificadores y a las autoridades del templo; calificó de “zorro” al rey Herodes, fue abofeteado a causa de su respuesta al sumo sacerdote y, cuando se halló en presencia de Pilatos, debió haberlo visto desde una altura muy grande para obtener esta respuesta: “¿Sabes que puedo hacerte crucificar?”. Pero también, frente a eso, debe recordar que su gesto –apenas una vela tardía en medio de la oscuridad– es todavía muy moderado en relación con las exigencias de Jesús.
Ciertamente hay una moderación de la razón –una virtud– que debe conducir a una mejor inteligencia de la cosas sociales y de la vida del común, pero hay otras, tan tardías y con tantas precauciones, que pueden dar cabida a la más odiosa de todas las moderaciones, la del corazón. Son ellas, precisamente, las que permiten las condiciones de desigualdad, las que aceptan la prolongación de la injusticia y corren el riesgo de servir a los que quieren adueñarse de todo y no han comprendido que hay que limitarse y devolver lo que han tomado mediante el despojo. Ni Cristo ni los primeros cristianos eran moderados, y por ello la Iglesia no debería encender velas, sino ser luz y, como alguna vez lo señaló Albert Camus, “tomar como tarea la de no dejarse confundir con las fuerzas de la moderación, es decir, de la conservación” en el peor sentido de la palabra.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
Proceso30/06/2008

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