Hermann Bellinghausen
Felipe Álvarez Hernández, Héctor Galindo Gochicoa, Ignacio del Valle Medina. Tres nombres que, contra todo cálculo del poder, en vez de sepultarse bajo el olvido, cada día que pasa crecen y se graban más hondo en la conciencia colectiva, resistente pese a todo a la impúdica manipulación noticiera-telenovelera de gobiernos como el del estado de México. La brutalidad jurídica con que han sido tratados estos tres hombres no desmerece ante la brutalidad policiaca con la que fueron detenidos, ni la brutalidad mediática de las televisoras y la prensa desde antes de su aprehensión.
Hoy, cuando pasan tantas cosas feas y vergonzosas, cuando hay grandes zonas del país en proceso agudo de descomposición social y la dictadura del consumo impone carretadas de “famosos” a modo de identidad colectiva con cero calorías, los tres presos a perpetuidad de Atenco son famosos en nuestros corazones, y mientras más permanezcan en prisión, más lo serán: su mera existencia desenmascara una miseria de México que en el extranjero llama poderosamente la atención.
En mayo de 2006, la sociedad permitió que los vejara el Estado, convertido en vengador vulgar y cínico, omiso de los mínimos derechos humanos. Las pambas, patizas, madrizas colectivas que practicaron las policías federal y mexiquense en las personas de los más de 200 detenidos pusieron en alto la “hombría” y eficacia de nuestras fuerzas del orden, que se comportaron como pandillas sin control y con permiso, como hordas montoneras protegidas, si no por la ley, por quienes la administran. Y así consumaron delitos tipificables en la legislación nacional e internacional, pero típicamente impunes.
Asesinaron niños, violaron (famosamente) mujeres y hombres, “desgüevaron” a líderes esposados y ya con el rostro reventado a puñetazos y toletazos, amenazaron de muerte a decenas de personas, realizaron actos de exhibicionismo patológico con las armas que el gobierno les dio y emplearon su miembro “viril” como otro instrumento de tortura. Al cabo, y qué.
El gobernador priísta Enrique Peña Nieto y sus jerarcas policiales y judiciales dieron una lección a los revoltosos (al gobierno federal panista, ya con sus pininos a cuestas contra los altermundistas en Guadalajara): “Así se hacen las cosas, y salen bien”. Y las encuestas (oh-sí-populares) siguen premiando al gobernador de marras. Tal vez eso sea lo más alarmante del caso Atenco.
Castigando a escala estratosférica a los líderes del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra, a su abogado Héctor Galindo como “autor intelectual” y a los 13 últimos chivos expiatorios que tienen en común ser originarios del lugar de los hechos, el Estado usa las policías, los tribunales y las cárceles como instrumentos de venganza y escarmiento contra ciudadanos que se atrevieron a desafiarlo, no con intenciones criminales, sino por defender sus fertilísimas tierras de ser cubiertas bajo la plancha kilométrica de un aeropuerto que pudo ser el más grande de América Latina. Y eso calienta: pregúntenles si no a los Fox, los Bribiesca, los Montiel, los Peña Nieto y sus socios.
Los tres de Atenco coinciden en el horrendo penal del Altiplano con Jacobo Silva Nogales, a quien las autoridades no pudieron colgarle 67 ni más de 100 años de condena, pero sí le han hecho un infierno (calculadamente) su estadía en las instalaciones federales de alta seguridad, donde lleva más de una década. Ya debía estar libre, pero la justicia mexicana se las arregla para prolongar su cautiverio y el de Gloria Arenas Agis, en Chiconautla, confirmando su vengativa parcialidad. La tortura intracarcelaria contra Silva Nogales ha sido salvaje: 23 horas al día sin salir ni moverse; aislamiento absoluto; humillación continua de carceleros y autoridades; la prohibición formal (oficio mediante) de que pinte (que es su actividad más saludable), lea, duerma o coma dignamente.
Los “delitos” que purgan los dirigentes de Atenco (como esa aberración jurídica, aprobada por el Congreso, del “secuestro equiparado”) ni siquiera hay evidencia de que los hayan cometido Felipe Álvarez, Ignacio del Valle ni Héctor Galindo. Pero, como bien enseñan los sherifes allá del norte con el caso del líder lakota Leonard Peltier, “alguien tiene que pagar”. La justicia mexicana se exhibe así como revanchista, y solapa un rosario de ilegalidades y crímenes que forman parte del modus operandi del Estado.
Mientras estos prisioneros políticos sigan tras las rejas, torturados y condenados con saña (esa medida de la “justicia” neoliberal), y los traten peor que a los narcos y secuestradores con quienes se les “equipara”, los mexicanos seguiremos muy avergonzados de los actuales gobernantes, los futuros candidatos y los tribunales de justicia.
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