domingo, 19 de abril de 2009

La música del hambre

J.M.G. Le Clézio

Poco antes de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura del año pasado, el escritor francés Jean-Marie-Gustave Le Clézio publicó en su país su novela más reciente Ritournelle de la faim (Gallimard), cuya edición en castellano acaba de ser publicada con el título La música del hambre. Ofrecemos a nuestros lectores un adelanto de esta obra con la autorización del sello Tusquets Editores.

Conozco el hambre, la he experimentado. De niño, al final de la guerra, me cuento entre quienes corren por la carretera junto a los camiones de los americanos, tiendo las manos para alcanzar las tabletas de chicle, el chocolate y los paquetes de pan que nos arrojan los soldados. De niño, tengo tal sed de grasa que me bebo el aceite de las latas de sardinas, lamo con delicia la cuchara de aceite de hígado de bacalao que me da mi abuela para tonificarme. Tengo tal necesidad de sal que me como a manos llenas los cristales de sal gris del tarro de la cocina.

De niño, probé por primera vez el pan blanco. No la hogaza de panadería, ese pan, gris más que moreno, hecho con harina pasada y serrín, que a punto estuvo de matarme cuando tenía tres años. No, éste era un pan cuadrado, de molde, de harina consistente, ligero, fragante, con una miga tan blanca como el papel en el que escribo. Y, mientras escribo, se me hace la boca agua, como si no hubiera pasado el tiempo y me hallara directamente conectado con mi niñez. Me meto en la boca la rebanada de pan esponjoso, vaporoso, y tan pronto me la trago pido más, y más, y si no lo guardara mi abuela en su armario cerrado con llave, podría acabármelo en un instante, hasta ponerme enfermo. Sin duda, no hay nada que me haya satisfecho tanto, no he probado desde entonces nada que haya colmado hasta tal punto mi hambre, que me haya saciado como aquello.

Como el Spam americano. Mucho tiempo después, conservo las latas abiertas con abridor para hacer con ellas barcos de guerra que pinto de gris con esmero. La pasta roja que contienen, ribeteada de gelatina, de sabor levemente jabonoso, me embarga de felicidad. Su olor a carne fresca, la fina película de grasa que deja el paté en la lengua, que cubre el fondo de mi garganta. Con el correr de los años, para los demás, para quienes no han conocido el hambre, ese paté será sin duda sinónimo de horror, de comida para pobres. Volví a encontrármelo veinticinco años después en México, en Belice, en las tiendas de Chetumal, de Felipe Carrillo Puerto, de Orange Walk. Allí lo llaman “carne del diablo”. El mismo Spam en su lata azul, con una imagen en la que aparece el paté cortado en lonjas sobre una hoja de lechuga.

También la leche Carnation. Distribuida probablemente en los centros de la Cruz Roja, grandes latas cilíndricas adornadas con el clavel de color carmín. Tomo el polvo blanco a cucharadas llenas, y las lamo, hasta casi asfixiarme. También ahí puedo hablar de felicidad. No hay crema, ni pastel, ni postre alguno que me haya hecho tan feliz. Es una cosa cálida, compacta, apenas salada, que cruje contra mis dientes y encías, un líquido espeso que corre por mi garganta.

Esa hambre está en mí. No puedo olvidarla. Enciende una intensa luz que me impide olvidar mi infancia. De no ser por esa hambre, a buen seguro habría echado en el olvido aquellos tiempos, aquellos años tan largos, en los que faltaba de todo. Ser feliz es no tener que recordar. ¿Fui infeliz? No lo sé. Simplemente recuerdo haberme despertado un día, haber conocido por fin el éxtasis de las sensaciones saciadas. Con ese pan demasiado blanco, demasiado suave, que huele demasiado bien, con ese aceite de pescado que corre por mi garganta, esos cristales de sal gruesa, esas cucharadas de leche en polvo que forman una masa en el fondo de mi boca, pegada a mi lengua, con todo eso empiezo a vivir. Salgo de los años grises, entro en la luz. Soy libre. Existo.
Pero en la historia que sigue hablaremos de otra hambre.

I

La Casa Malva

Ethel. Está delante de la entrada del parque. Es de noche. La luz es suave, de color perla. Quizás estalle una tormenta sobre el Sena. Ethel sujeta con fuerza la mano del señor Soliman. Aún no ha cumplido diez años, todavía es bajita, a su tío abuelo apenas le llega a la altura de la cadera. Delante de ellos, semejando una ciudad construida en medio de los árboles de Vincennes, se ven torres, minaretes, cúpulas. En los bulevares de alrededor la gente aprieta el paso. De pronto, se desata el aguacero que se avecinaba, y la cálida lluvia levanta un vapor por encima de la ciudad. En un instante se han abierto cientos de paraguas negros. El anciano ha olvidado el suyo. Cuando empiezan a caer goterones, duda. Pero Ethel le tira de la mano y corren juntos a través del bulevar hacia el tejadillo de la puerta de entrada, delante de los coches de punto y de los automóviles. Le tira de la mano izquierda, con la derecha su tío abuelo sostiene el sombrero negro en equilibrio sobre su cráneo puntiagudo. Cuando corre, sus patillas grises se mueven al ritmo y eso le da risa a Ethel y, al verla reír, también él se ríe, y entonces buscan cobijo bajo un castaño.

Es un sitio maravilloso. Ethel nunca había visto, ni soñado, cosa igual. Cruzan la entrada, entran por la puerta de Picpus y bordean el edificio del museo, ante el que se agolpa la multitud. Al señor Soliman no le interesa. “Museos siempre podrás ver”, dice. Algo le ronda en la cabeza al señor Soliman. Por eso ha querido ir allí con Ethel. Ella ha intentado averiguarlo, lleva días haciéndole preguntas. Qué lista es, le dice su tío abuelo. Sabe tirar de la lengua. “Si es una sorpresa y te lo digo, ¿dónde está la sorpresa?” Ethel ha vuelto a la carga. “Por lo menos dame pistas para que lo adivine.” Después de cenar, él se ha sentado en su sillón a fumarse un puro. Ethel sopla en el humo del puro. “¿Es algo que se come? ¿Se bebe? ¿Es un vestido bonito?” Pero el señor Soliman se mantiene firme. Fuma su puro y se toma un coñac, como todas las noches. Después de eso, Ethel no puede conciliar el sueño. Se pasa la noche dando vueltas y cambiando de lado en la camita de metal, que cruje mucho. No se duerme hasta el amanecer, y le cuesta despertarse a las diez, cuando su madre entra a buscarla para ir a comer a casa de las tías. El señor Soliman todavía no ha llegado. Y eso que el Boulevard du Montparnasse no está lejos de la Rue du Cotentin. Un cuarto de hora andando, y el señor Soliman camina a buen paso. Muy derecho, el sombrero negro embutido en la cabeza, sin tocar el suelo con su bastón de empuñadura de plata. Pese a la algarabía de la calle, Ethel dice que lo oye venir de lejos, por el ruido acompasado de los tacones de hierro de sus botas en la acera. Dice que hace un ruido de caballo. Le encanta comparar al señor Soliman con un caballo, y a él no le disgusta, y de vez en cuando, a pesar de sus ochenta años, se la sube a hombros para dar un paseo por el parque y, como es muy alto, Ethel toca las ramas bajas de los árboles.

Ha dejado de llover, caminan de la mano hasta la orilla del lago. Bajo el cielo gris, el lago parece grandísimo, curvo, semejante a una marisma. El señor Soliman habla con frecuencia de los lagos y de las ciénagas que viera tiempo atrás, en África, cuando era médico militar, en el Congo francés. A Ethel le gusta hacerle hablar. El señor Soliman sólo le cuenta sus historias a ella. Todo lo que sabe del mundo se lo ha contado él. En el lago, Ethel ve patos y un cisne amarillento, que parece aburrirse. Pasan por delante de una isla donde han construido un templo griego. La gente se agolpa para cruzar el puente de madera y el señor Soliman pregunta, aunque salta a la vista que lo hace sin convicción: “¿Quieres...?”. Hay demasiada gente, Ethel tira de la mano de su tío abuelo. “¡No, no, vamos ya a la India!” Recorren la orilla del lago a contracorriente de la multitud. La gente se hace a un lado ante ese hombre alto de abrigo con capote, tocado con su arcaico sombrero, y ante esa niña rubia endomingada con su vestido de nido de abeja y botines. Ethel está orgullosa de pasear con el señor Soliman. Le da la impresión de ir acompañada por un gigante, un hombre que puede abrirse paso en medio de cualquier tumulto con que se tropiece.

La multitud camina ahora en sentido contrario, hacia el extremo del lago. Por encima de los árboles, Ethel divisa extrañas torres, de color cemento. En un cartel, lee con dificultad el nombre:

–Ang... kor...

–¡Vat! –completa el señor Soliman–. Angkor Vat. Es el nombre de un templo de Camboya. Al parecer está muy bien reproducido, pero antes quiero enseñarte una cosa.

Algo se trae entre manos. Además, el señor Soliman no quiere seguir la misma dirección que la multitud. Desconfía de los movimientos colectivos. Ethel ha oído decir a menudo de su tío abuelo: “Es un excéntrico”. Su madre lo defiende, probablemente porque es su tío: “Es muy buena persona”.

La educó con dureza. Al morir su padre, el señor Soliman se hizo cargo de ella. Pero no lo veía con frecuencia, siempre estaba lejos, en el otro extremo del mundo. Su madre le quiere. Quizá lo que más la conmueve es la pasión que el anciano hombretón siente por Ethel. Tiene la impresión de que, al término de una vida solitaria y dura, ha abierto por fin su corazón.

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