na imagen cotidiana, temprano en la mañana en las calles de la Ciudad de México, es el tamalero. Va en un bicicleta con un carrito adaptado en el que lleva un gran bote humeante con el apetitoso y humilde manjar, una bolsa con teleras y un gran recipiente con atole.
Una torta de tamal y el brebaje calientito constituyen el desayuno de miles de capitalinos que salen en la madrugada de sus casas y antes de entrar al trabajo o en una pausa matan el hambre y obtienen la energía que les permite enfrentar la jornada. Es el restaurante de los pobres y los apresurados.
El oficio de tamalero, de enorme importancia social, no es fácil; hay que pedalear largas distancias para llegar a los puntos de venta sin importar el clima. Algunos han agudizado el ingenio y colocan grandes paraguas que los protegen del sol y la lluvia. No falta el que usa un micrófono para anunciar su mercancía. De hecho, el de los “taaamales oaxaqueeeños…” ya se consigna como sonido de la ciudad, junto con la voz que llama “colchooones… y cosas usadas que vendan”.
Pocos alimentos tienen la antigüedad del sencillo tamal y hay evidencias milenarias de su existencia: aparece en pinturas murales mayas y en códices. La arqueología lo ha revelado como parte de la vida cotidiana de varias culturas del México prehispánico, además de usarse en rituales religiosos, ofrendas y tumbas.
Resulta asombroso conocer que, además de continuar vigente como un platillo que se consume en todo el territorio nacional por todas las clases sociales, sigue siendo un alimento ritual entre muchos grupos indígenas. La revista Arqueología Mexicana publicó recientemente un número dedicado a las comidas rituales en México y Guatemala. Es asombroso conocer cuántas poblaciones indígenas continúan preparándolas especialmente para sus fiestas religiosas y paganas. En la mayoría, los tamales ocupan un lugar preponderante.
En ningún país hay tanta diversidad como en México: cada región y estado tiene ciertos tipos, tantos que su variedad se calcula que podría llegar a más de 2 mil en todo el territorio.
Es fascinante advertir cómo cada lugar da su propia personalidad con los ingredientes y las costumbres locales conservando su esencia primordial. En los cercanos al mar, lagos y ríos suele haber variedades que van rellenas de camarón, pescado, rana o ajolote. Estos últimos eran muy populares en la zona de Xochimilco, hasta que estuvieron a punto de extinguirse por los problemas que padece la zona, Patrimonio de la Humanidad. Por fortuna, en cautiverio se reproducen muy bien.
El apelativo viene del náhuatl tamalli, que significa envuelto, nombre genérico dado a varios platillos de origen indígena que se preparan con masa de maíz cocida normalmente al vapor, envuelto en hojas de la misma planta de mazorca, de plátano o maguey; en la actualidad, incluso papel aluminio o plástico.
El relleno puede contener carne, vegetales, chile, pescados, yerbas, frutas, insectos, leguminosas, mariscos, salsas, dulce y muchos etcétera. Aunque también los hay sin relleno ni condimento, cuya función suele ser ceremonial o como acompañante de un mole. En Sinaloa, Nayarit y Jalisco les llaman tamales tontos.
En su libro Historia general de las cosas de la Nueva España, el insigne Fray Bernardino de Sahagún, al hablar de la alimentación mexica, señala la gran variedad de tamales que se vendían en los mercados y su uso en las ceremonias como el huey tecuilhuitl (gran fiesta de los señores), donde las mujeres preparaban los tamales desde la noche anterior para honrar a sus dioses.
Y como se acabó el espacio y estamos en el Centro Histórico, vamos a saborear unos tamales al Café de Tacuba, en el 28 de esa calle. Son enormes, esponjosos y hay mucha variedad: especiales de pollo con salsa verde o mole, queso con rajas, estilo Oaxaca o de la costa, acelgas con queso, de dulce y los tamalitos especiales Tacuba.
El acompañamiento, igual de rico: chocolate de la casa o espeso a la española, atole de canela, champurrado, blanco con piloncillo o el clásico lechero en que se mezclan en la mesa el extracto de café con la leche, en un vaso alto y queda a su gusto exacto: póngale un poquito más de café... otro poquito. Mmm, al punto
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