viernes, 19 de junio de 2020

¿El Covid-19 viaja en autobús?


E
n enero, cuando Silvestre “rastrojeaba“ su terreno, su pariente Anastacio, lo encampanó para ir a Navolato, Sinaloa, al corte de chile morrón. Pensó en el ahorro de mil 800 pesos del viaje y la oportunidad de juntar 7 mil pesos para la compra del Furadan y los medicamentos para su diabetes. A sus 66 años, sintió que podía cumplir con la tarea de llenar 60 botes de 20 litros durante el día para ganar 120 pesos. A diferencia de otros años, ningún integrante de la familia lo acompañó. Con sus compadres cooperaría para la comida y se acomodaría en un rincón para dormir. Lo más importante era tener el trabajo seguro y viajar gratis en el autobús.
Desde que se casó, se iba a trabajar con su esposa y sus seis hijos a La Paz, Baja California, en la industria de la construcción. Sólo su hijo Jorge heredó este oficio, y desde los 15 años que aprendió a pegar tabiques, optó por vivir en ese lugar. Su segundo hijo, José, se fue a Sonora donde se hizo experto en la poda, el amarre, deshoje, raleo, desbrote, selección, remoje, desrace y corte de la uva. Sólo su hijo mayor se quedó en Zoquiapa, sembrando maíz en la temporada de lluvias y cultivando hortalizas para venderlas en el tianguis de Chilapa.
El encarecimiento de los productos básicos, a causa de la pandemia y eldesempleo de los familiares que trabajan en Nueva York, atenazaron la vida comunitaria. Sin la llegada de los 300 dólares que mensualmente envían los migrantes a sus madres y hermanas, se canceló la posibilidad de contar con el fondo familiar que garantiza la comida diaria, así como la compra de medicamentos y de insumos para el campo.
El caso de Silvestre se repite en decenas de familias de La Montaña de Guerrero, que viven en condiciones de extrema vulnerabilidad. En esta región los municipios de La Esperanza, resultaron ser los de alta marginación, donde no hay médicos ni centros hospitalarios, por lo mismo, donde nadie puede saber si es portador del Covid-19. La apuesta de la población indígena fue la organización comunitaria con la instalación de filtros sanitarios para controlar la entrada y salida de los habitantes. Su estado crítico se manifiesta en la escasez de alimentos y en la imposibilidad de lavarse las manos donde juntan el agua de la lluvia y del manantial. Las pruebas PCR en los municipios de La Esperanza, no se aplican porque no hay personal médico que lo haga, ni laboratorios en la región.
En Tlapa, nadie ve a los jornaleros cargando sus costales y sus pequeños hijos sobre los terregales y barrancas. En las banquetas esperan horas y días hasta que los contratistas y choferes de los autobuses deciden salir. No hay una dependencia encargada de atender la multiplicidad de problemas que enfrentan. Es el viacrucis de la discriminación y la permanente vejación a lo largo del trayecto. El sistema de enganche de las y los jornaleros, es oprobioso. Se abusa por el desconocimiento que tienen sobre sus derechos laborales. Con gran facilidad se les expolia y extorsiona.
Ser jornalero o jornalera agrícola es cargar con el estigma de la gente sin razón o los indios de La Montaña de Guerrero. Es padecer el maltrato de los capataces en el campo, obedecer sus órdenes y trabajar intensamente, prácticamente sin descanso. Un gran número de empresas agrícolas trabajan de manera irregular en nuestra nación, por lo mismo, los trabajadores y trabajadoras quedan sometidos a un régimen semiesclavizante. Duermen en cobertizos que no cuentan con baños y sus camas son los costales de agroquímicos. Las familias recolectan leña los domingos para cocinar en los fogones al ras del suelo. El agua la obtienen de los canales contaminados. La prosperidad de los finqueros y empresarios es la contracara de la desnutrición infantil y las muertes maternas. Las dificultades para expresarse en español refuerzan el trato discriminatorio, el amedrentamiento y el atraco a su salario. No deben enfermarse. Si se atreven a hacerlo no tendrán dinero para los medicamentos ni para comer. La tienda de raya es para que reintegren buena parte de su sueldo al negocio del patrón. Si hay algún accidente de trabajo corren por su cuenta los gastos médicos. Sobre los atropellamientos a los niños o niñas, que han ocurrido en los surcos, los patrones endosan la responsabilidad a sus padres. Las autoridades se coluden con los empresarios para dejar impunes estos hechos. Sus muertos también se quedan en tierra ajena. El destino funesto del jornalero y jornalera agrícola en esta pandemia es migrar y morir.
Silvestre regresó con sus paisanos el 31 de mayo. Dos días antes, el médico de la empresa manifestó que le realizó un examen minucioso y certificó que el paciente era apto para viajar, sin poner en riesgo su estado de salud. Sin embargo, su compadre Delfino notó que Silvestre venía mal. Llegó un momento en que se desmayó. Cerca de Toluca, el chofer detuvo el vehículo para que le hicieran una revisión médica. Le dijeron que su azúcar estaba alta y que con unas pastillas se iba a normalizar. Continuaron el viaje. Nadie se dio cuenta en qué momento Silvestre murió.
En el filtro sanitario de Tixtla, elementos de la guardia nacional y salubridad confirmaron la muerte de don Silvestre. A sus hijos les notificaron que hicieran de inmediato la fosa y que le compraran su ataúd. Esa misma tarde lo enterraron en el panteón de Zoquiapa. Sin prueba de por medio, dictaminaron que había muerto por el coronavirus. Por eso, les prohibieron velarlo. Lo que más le dolió a la familia, es no haber visto el cuerpo de su padre, ni poder realizar la costumbre del Huentli, donde los padrinos de la cruz lo visten con traje de manta, le colocan sus huaraches de palma, le ponen el bule de agua, su sombrero y una vara, para que llegue bien al mundo de los muertos. Sus familiares no supieron dónde quedó la ropa y los 7 mil pesos de Silvestre. Tampoco le tocarán los seis bultos de fertilizantes, porque los de Segalmex piden a sus hijos que su papá vaya a recogerlos o que presenten el acta de defunción. Jorge, en medio de su dolor y su impotencia, pregunta a las autoridades de salud: entonces, ¿el Covid-19 viaja en el autobús?
Director del Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan

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