miércoles, 17 de junio de 2020

Carlos Monsiváis, el personaje


Luis Hernández Navarro
Junio 16 de 2020
Una noche de noviembre de 1997, Carlos Pascual Monsiváis Aceves, mejor conocido como Carlos Monsiváis, fue asaltado al llegar a su casa en la colonia Portales. Dos rateros lo encañonaron y lo llevaron a una calle solitaria, para despojarlo de sus pertenencias. Allí lo abandonaron sin golpearlo.
Mientras deambulaba de regreso a su casa, muerto de terror, un taxista se detuvo y le ofreció llevarlo. No traigo dinero –le dijo el escritor– me acaban de robar. ¿Pero no es usted el sabio Monsiváis? –le preguntó el chofer, haciendo referencia al nombre con el que aparecía en la historieta Chanoc–. Temeroso y lleno de dudas, el escritor terminó aceptando el aventón del ruletero, quien no le cobró un solo centavo por la dejada.
El cronista denunció el atraco del que fue víctima en una carta publicada en un periódico. A pesar de ello, proliferaron en la opinión pública versiones distintas sobre el hurto. En una de ellas, Monsiváis iba a bordo de un taxi rumbo a su casa, cuando un desconocido se subió subrepticiamente al vehículo y lo amagó con una pistola para quitarle su dinero, pero, al caer en cuenta de quien era su víctima, el ladrón, que actuaba en contubernio con el conductor, se disculpó. Maestro, no lo reconocimos, perdón, le dijo. Y no sólo no lo robaron, sino que lo condujeron gratuitamente hasta su residencia, en la calle de San Simón 62.
Al comentar el incidente, Hugo Gutiérrez Vega, su amigo poeta, escribió: Asaltar a Carlos Monsiváis en la Ciudad de México equivale al robo de una estatua de prócer del Paseo de la Reforma.
Estatua de Reforma o personaje de cómic, la historia de su asalto ejemplifica su celebridad en las aulas universitarias, los auditorios de casas editoriales, o los salones de artistas, ricos y famosos. Al reconocerlo en la calle, la multitud le deparaba trato de celebridad: lo tocaba y le pedía autógrafos y fotos, como si fuera un deportista o una estrella ­televisiva.
Curiosamente, su popularidad no derivaba de haber participado como actor en nueve películas y en la telenovela Nada personal o de sus comentarios en la barra televisiva del noticiario nocturno del Canal de las Estrellas, sino de su conversión en ídolo intelectual de una sociedad civil huérfana de figuras de referencia de peso.
Cuando el 26 de marzo de 1988 Cuauh­témoc Cárdenas, entonces aspirante a la Presidencia de la República por el Frente Democrático Nacional, fue a Ciudad Universitaria, Monsiváis fue reconocido y vitoreado por miles de jóvenes como si él fuera el candidato. Lo mismo sucedió el 6 de marzo de 2001 en Cuernavaca, durante la Marcha del color de la tierra organizada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, donde fue acogido como si fuera una avanzada de los rebeldes. Lejos de ser situaciones excepcionales, lo sucedido en estos dos episodios era la regla en los últimos años de su vida. Con harta frecuencia, más que cronista o testigo, el escritor parecía ser la figura central de los acontecimientos. Tanto así, que incluso se lamentaba que esa fama le dificultaba ver los ­sucesos.
Carlos Ortiz Tejeda, el gran amigo de Monsiváis desde que, en 1957, le dio a leer en el café de Las Américas un artículo suyo publicado en el Zócalo de Alfredo Kawachi Rama, titulado Mucho auditorio para tan poca gelatina, en el que, envuelto en la bandera nacional, se cobraba la afrenta cometida por Elvis Presley contra nuestro país al declarar que prefería besar a tres negras que a una mexicana, compiló en un cidí testimonios sobre el escritor, de entre dos y tres minutos. En ellos, electricistas del SME, el organillero de la Portales y vecinos del cronista cuentan lo que él significaba para sus causas y su cotidianidad.
La relación de Carlos con su público pasó de la popularidad, a la fama, al prestigio, al respeto y al reconocimiento. Su aceptación masiva, su condición de celebridad, la admiración por parte de la
multitud, la consideración de sus cualidades intelectuales y éticas, la magnitud de las distinciones de que fue objeto por los ciudadanos de a pie son un hecho poco común entre los integrantes de la República de la Letras.
Su forma de ser, su influencia y el estilo de crítica que ejercía fueron tan profundas, que monsivasiano se convirtió en adjetivo que describe juicios y opiniones ocurrentes, atinadas y llenas de ironía. También, el nombre de un amplio e informal club de fans o un territorio imaginario de quienes simpatizan con su heterodoxia y su peculiar aproximación a la cultura y a la política.
Tantos honores a su persona no estuvieron exentos de inconvenientes. Algunos de ellos son dignos de su mito, como la ocasión en que el hijo de la periodista chiapaneca Marcelina Galindo Arce, una de las primeras mujeres en ser electas diputadas federales, lo denunció ante el Ministerio Público por chocar su automóvil, a pesar de que el cronista era incapaz de distinguir entre el clutch y el acelerador de un coche, y nunca manejó uno. O cuando el hijo de Pagés Llergo lo acusó de consumir las más pesadas drogas, no obstante que durante años apenas y bebió muy mesuradamente vod­ka, para luego volverse prácticamente abstemio.
El vacío que dejó en el mundo cultural la muerte de Carlos Monsiváis no ha sido llenado. A 10 años de su fallecimiento, se le sigue extrañando.
Twitter: @lhan55

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