miércoles, 1 de enero de 2014

20 (30) años de zapatismo. Reflexión y críticas sobre una larga lucha por la democracia

 

Wed, 01 Jan 2014 13:14
La desdicha de México se ha venido agravando en los últimos años. La presidencia de Felipe Calderón (2006-2012), con su terca y fallida guerra al narcotráfico, ha ensangrentado el país con decenas de miles de muertos, entregando gran parte del territorio y de los tres niveles de gobierno – federal, estatal y municipal - al control de los cárteles de la droga.
El primer año de gobierno de Enrique Peña Nieto, que con una elección comprada ha restaurado la presidencia imperial del PRI (el Partido Revolucionario Institucional que dominó el Estado entre 1929 y 2000), en vez de combatir la violencia y asegurar la gobernabilidad, como había prometido, ha sido empleado para privatizar el petróleo, un tabú en la conciencia de los mexicanos desde la nacionalización decretada en 1938 por el presidente Lázaro Cárdenas con el apoyo popular. Peña Nieto, atando los otros dos grandes partidos (el PAN, Partido de Acción Nacional, de la derecha clerical, y el PRD, Partido de la Revolución Democrática, ex centro-izquierda) con un pacto político, ha logrado imponer unas reformas fiscal y educativa de cuño ultraneoliberal, domesticando la oposición.
El opinionista Luis Hernández Navarro escribe: “En las élites mexicanas soplan aires similares a los que corrían hace veinte años. Al igual que hoy le sucede a Enrique Peña Nieto, Carlos Salinas de Gortari se sentía entonces invencible. Su proyecto para reformar México de manera autoritaria y vertical avanzaba sin mayores obstáculos, y se publicitaba como la superación de mitos y atavismos históricos. Había puesto ya los cimientos de un poder transexenal. Sus índices de aprobación en la opinión pública se encontraban por las nubes”.
Cuando, hace veinte años, en la madrugada del Año Nuevo de 1994, seis cabeceras municipales de Chiapas, entre las cuales la colonial y turística ciudad de San Cristóbal de Las Casas, se despertaron tomadas por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el mundo entero se asombró por la noticia.
Pero ese acontecimiento, que parecía salido de la pluma de un maestro del realismo mágico, oscurecía un hecho no menos sorprendente: un ejército quijotesco de indios armados con machetes, viejos 30-30 de la Revolución y rifles de palo –que, en las palabras del escritor Carlos Fuentes, “hicieron blanco en el corazón de la nación”- había logrado organizarse y crecer en el más absoluto secreto, por nada menos que una década, en las profundidades de la Selva Lacandona. El acta de nacimiento del EZLN lleva la fecha del 17 de noviembre de 1983.
Mientras que la clandestinidad de sus militantes es una condición habitual entre las formaciones guerrillleras, no es usual encontrar guerrillas absolutamente secretas y desconocidas hasta de nombre. Aquella era la primera de una serie de sorpresas.
Era desde 1840, cuando en un precioso libro de viajes a la moda decimonónica, Incidents of Travel in Central America, Chiapas and Yucatan, John L.Stephens y Frederick Catherwood describieron e ilustraron la región maya del sureste de México, que el nombre de Chiapas no sonaba en los oídos de Occidente. En la aurora de 1994, los zapatistas –no utilizo el término “neozapatistas” porque implica una fractura que nunca se dió: Emiliano Zapata nunca ha dejado de cabalgar en la conciencia de los mexicanos- enseñaron al mundo muchas cosas que habían quedado invisibles, atrapadas en los pliegues de la historia.
Por ejemplo, que la Revolución de 1910 nunca había pasado por Chiapas, debido a que una oligarquía gatopardesca de terratenientes siempre había optado por el bando de los vencedores. Que más de un millón de indios maya seguía sobreviviendo, a fines del siglo XX, en condiciones de extrema miseria, marginación y explotación, parecidas a las descritas en las novelas de Rosario Castellanos y B. Traven. Que la firma del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos, con el cual Salinas de Gortari pretendía llevar a México al primer mundo, había empujado a centenares de comunidades indígenas hacia el sendero de una guerra “desesperada pero necesaria” –como la ha definido el subcomandante Marcos- precipitando así una crisis de magnitud histórica.
Pocos han logrado describir esa fractura, comparable por profundidad sólo al trauma de la Conquista, como Ana Esther Ceceña:
“El 1º de enero de 1994 es el día en que el tercer milenio irrumpe en México. Esperanzas y desesperanzas se anuncian en la confrontación entre dos horizontes civilizatorios distintos: el de la construcción de la humanidad y el del neoliberalismo. El sujeto revolucionario, el portador de la resistencia cotidiana y callada que se visibiliza en 1994, es muy distinto al de las expectativas trazadas por las teorías políticas dominantes. Su lugar no es la fábrica sino las profundidades sociales. Su nombre no es proletariado sino ser humano, su carácter no es el de explotado sino de excluido. Su lenguaje es metafórico, su condición indígena, su convicción democrática, su ser, colectivo.”
En la frecuencia política e ideológica, pero también a nivel personal, el zapatismo ha mareado a muchas cabezas. En particular entre los “huérfanos” de 1989. Desde el primer momento se reveló una nueva, grandiosa utopía, digna de existir cuando menos como levadura de la conciencia humana. El último, gran humanismo incluyente que se arma para escapar a la vorágine de la aniquilación, hacia donde lo empuja la locomotora neoliberal. Una legión de liliputienses que reclaman su derecho a existir. El primer ejército de liberación que no lucha para la toma del poder, sino que “se contenta” de instaurar la democracia. Que no se proclama vanguardia sino compañero de camino de la sociedad civil. El único ejército que aspira a deponer las armas y los pasamontañas esperando que nunca más sean necesarios.
El cortocircuito amoroso entre los zapatistas de Chiapas y los demócratas de todo el mundo ha sido fulgurante y universal. No encuentro mejor ejemplo para explicar el neologismo “glocal” que el de los zapatistas: un fenómeno totalmente local, generado por las condiciones específicas de un territorio y de una situación, que atrae la atención de la aldea global –y contribuye al frente antagonista- por tanto tiempo. Y que aprovecha de las nuevas tecnologías.
En Internet rebotan las consignas de una nueva utopía que, a diferencia de la de Thomas More, encuentra rápidamente lugar en la conciencia colectiva: “mandar obedeciendo”, “un mundo donde quepan muchos mundos”, “caminar preguntando”. El zapatismo enciende las fantasías de los jóvenes revolucionarios, que ven un nuevo Che en el sub Marcos, y asombra a los viejos revolucionarios, que husmean como bestia rara a “un movimiento armado que no tiene como referente al Estado sino a la sociedad.”
Lejos de representar una suerte de refrito de teología de la liberación condimentado con los residuos ideológicos de las derrotadas guerrillas latinoamericanas –según la primera, despiadada definición de Octavio Paz, que luego rectificó su postura- el zapatismo ha demostrado una capacidad de adaptación al cambio de las circunstancias que muchas organizaciones políticas quisieran tener. Es un recurso precioso, afín al mejor situacionismo de 1968 –aquel de “la imaginación al poder”- inscrito en su código desde el nacimiento, cuando un pequeño grupo de guerrilleros descontinuados –ya bastante démodés por los años Ochenta- decide de aculturarse a las fuentes del saber autóctono, aprende el funcionamiento de la democracia comunitaria, fundada en la búsqueda del consenso más que en la imposición de la mayoría, y adquiere una nueva visón, donde el hombre ya no es un medio sino un fin y la tierra no una propiedad sino una madre.
Es así que nacen los principios zapatistas de “mandar obedeciendo” y de “todo para todos, nada para nosotros”. Mientras que los once derechos reivindicados por su lucha –trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, autonomía, libertad, democracia, justicia y paz- nunca son amainados, las estrategias para conquistarlos padecen varias rectificaciones. El EZLN dio prueba de un gran instinto de supervivencia –la alternativa hubiera sido una autoinmolación testimonial- y detuvo el fuego ofensivo en contra del ejército federal luego de doce días de combates, acatando un explícito mandato de la sociedad civil, que inundó las calles de la Ciudad de México y muchas ciudades, el 12 de enero de 1994, para detener el conflicto.
En estos veinte años, los zapatistas han hecho dos consultas, movilizando más votantes que las consultas gubernamentales. En ambos casos, la sociedad civil que simpatiza con los zapatistas, ha impulsado la idea de su entrada en la arena política, cosa que han hecho sólo parcialmente, quedando como ejército.
La falta de apego al mandato popular no se debe tanto a la mala voluntad del EZLN cuanto a varios factores convergentes. Aunque, luego de la primera consulta en agosto de 1995, los zapatistas se hayan declarado a favor de la “construcción de una fuerza política no partidaria, independiente y pacífica”, el gobierno –y en eso los últimos cinco presidentes han coincidido- nunca les permitió dejar las armas con una doble política de diálogo y acuerdos por un lado, y de constante militarización de Chiapas –con todas las plagas que ésta conlleva- por el otro.
En la primavera de 1995, al mismo tiempo que el Congreso votaba una ley de concordia y pacificación que reconocía impunidad y derecho de existencia a los zapatistas, el presidente Zedillo los hacía sentar a la mesa del diálogo de San Andrés, que concluyó en 1996 con la firma de los acuerdos nunca cumplidos por el gobierno.
En todo el periodo del diálogo de San Andrés, que representó un momento de encuentro y colaboración entre indios rebeldes e intelectualidad progresista, estableciendo una soldadura inédita en la historia de México, el gobierno ocupó militarmente Chiapas, descomponiendo su tejido social, formó y protegió grupos paramilitares lanzándolos a matanzas tristemente célebres como la de Acteal, sembrando el terror y provocando decenas de millares de desplazados, refugiados internos dejados a la caridad internacional.
Si han tenido que resistir a los embates de una economía de guerra –basta tan sólo pensar en la perturbación del ciclo agrícola provocada por la militarización de la Selva Lacandona y en otras secuelas devastantes como la prostitución, las enfermedades, el alcoholismo, la contaminación, la generación de empleos humillantes y malpagados, la división de las comunidades, etc.- los zapatistas, por otro lado, han podido contar en estas dos décadas con la solidaridad concreta de la sociedad civil nacional e internacional y con un continuo, valiosísimo intercambio de experiencias.
A partir de 1995, cuando el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, fundado por el obispo Samuel Ruiz Garcia, y luego la ong Enlace Civil empezaron a organizar campamentos de observadores internacionales en la zona de conflicto, decenas de millares de jóvenes de todo el mundo se han turnado en las comunidades zapatistas de la Selva Lacandona. Algunos llevaban el fruto de colectas de barrio, otros el mero trabajo manual, todos compartían un periodo, breve pero intenso, de inmersión en la vida de las comunidades. Un doble aprendizaje, un enriquecimiento mutuo, que sirvió tanto a los zapatistas como una ventana hacia mundo, cuanto a los internacionales, como una experiencia útil y positiva. Y ha ayudado a contener la guerra sucia del ejército federal al precio, muy aceptable, de algunas decenas de deportaciones.
De acuerdo con estimaciones locales, la presencia más significativa de extranjeros en todos estos años ha sido la de los italianos, seguidos –en orden aproximativo de importancia- por españoles, vascos, estadounidenses, franceses, noruegos, alemanes, suizos, canadienses, japoneses, argentinos, brasileños, portugueses y un largo etcétera. Muchos de ellos han participado en proyectos de cooperación que van desde el campo educativo a la salud, a la comercialización de café y artesanías, a la alimentación y agroecología, hasta la instalación de radioemisoras en FM.
El hecho de que los zapatistas aún no hayan podido dejar las armas, enrocados en la autodefensa y la protección de las comunidades, no impidió los intentos, hasta ahora fracasados, de construcción de un “brazo civil”. Del Frente Zapatista, creado en enero de 1996, lo mejor que se pueda decir es que no respondió a las expectativas. Si la esperanza del EZLN era la de dotarse de un futuro brazo político, el producto real no pasó de una cola.
Mucho más exitosa se ha revelado la práctica de la autonomía, el proceso de autogobierno y gestión del territorio de las comunidades zapatistas. Luego de la ominosa traición institucional en 2011, cuando los tres poderes de la Unión han puesto un muro al reconocimiento histórico de los pueblos originarios, burlando con una ley-estafa el entusiasmo popular que había acompañado la grande marcha a la capital –la “marcha color de la tierra” de marzo del 2001, la más importante manifestación antirracista en la historia de México, según Carlos Monsivais- los zapatistas han optado por la práctica de la autonomía sin pedir permiso a nadie y lo han formalizado en agosto de 2003 con el nacimiento de los Caracoles, verdaderos organismos de autogobierno regional.
Símbolo del andar lento mas seguro de los gasterópodos, representación de la espiral de la vida y del proceso de salida/entrada de la información, los Caracoles son las sedes de las cinco Juntas de Buen Gobierno, que están coordinando la administración de los municipios autónomos zapatistas. Es a las Juntas que deben dirigirse, desde una década, todas las organizaciones que quieren presentar nuevos proyectos de cooperación. Son ellas las que orientan la sociedad civil en cuanto a las prioridades.
Las Juntas de Buen Gobierno representan un paso en adelante en el ejercicio de la autonomía, que los zapatistas en realidad nunca dejaron de practicar, confirmando que su verdadera esfera de acción es social y política más que militar, y se funda en la organización autónoma de las comunidades.
Al EZLN no hay mucha crítica constructiva que hacer. Los pocos errores cometidos en sus veinte años de vida pública –como la desafortunada polémica entre Marcos y el juez Garzón- han sido corregidos brillantemente. El largo silencio adoptado en más de una ocasión frente a la verborrea del poder, expresó dignidad –un valor que los zapatistas han revivido a costa de grandes sacrificios- pero se reveló contraproducente en el plano político, donde todo espacio dejado libre es ocupado por otros.
Las actuales posiciones del máximo estratega zapatista, que ataca de frente en cada ocasión al candidato “de los pobres” Andrés Manuel López Obrador, por dos veces despojado de la presidencia con fraude, han producido cierto desconcierto y malestar en la izquierda, que se siente fracturada por posiciones tan radicales.
“Es la vieja historia de la izquierda que se hace daño a sí misma, dividiéndose innecesariamente”, afirma la escritora Elena Poniatowska, que, aunque siendo zapatista “de hueso colorado”, apoya la candidatura de López Obrador y lo asesora en el campo de la cultura. “Aunque traten de descalificarlo como populista, Obrador es un hombre honesto y bien intencionado,” sostiene la escritora, “una verdadera rareza en la política mexicana”. Actualmente Amlo, como se le conoce a Andrés Manuel López Obrador, se recupera de un reciente infarto y está a punto de ver reconocido legalmente su nuevo partido, el Morena (Movimiento de Regeneración Nacional).
Hay otras críticas –todas constructivas- que hacer al legendario subcomandante. Su política de alianzas no siempre ha sido afortunada, llevándolo a relacionarse con “amigos” oportunistas y a dejar de lado muchos aliados de valor, por no considerarlos políticamente importantes. Tampoco han levantado grandes aplausos la falta de reconocimiento a Evo Morales, que representa en todo caso un gran avance para el movimiento indígena continental, ni los ataques al oportunista Partido de la Revolución Democrática, nominalmente de centro-izquierda pero demasiado listo en acordarse con el poder. Etiquetar al PRD como “un partido de asesinos”, sin distinguir los líderes de las bases, ha parecido excesivo a muchos.
Sin embargo, las iniciativas sorprendentes, como han sido recientemente las “escuelitas zapatistas” -un intento de socializar la experiencia del zapatismo chiapaneco- además de relanzar la imagen de un líder carismático como el sub Marcos, que también es un muy buen estratega, una notable pluma y un verdadero puente entre dos mundos, siempre han hecho retomar cuota a los rebeldes con pasamontañas. Hasta reservarles un lugar destacado en el movimiento “globalifóbico”, que después de las manifestaciones de Cancún en 2003 ha empezado a llamarse altermundista.
A los zapatistas, que uno simpatice o no con ellos, no se les pueden escatimar varios méritos. Han impuesto al país el respeto a la emancipación indígena. Han reactivado el derecho a rebelarse en un país que, a pesar de sus orígenes revolucionarias, lo había suspendido desde 1968, utilizando la guerra sucia y la matanza de Estado. Han enviado –y siguen enviando- al mundo un mensaje de dignidad, fuerza, respeto, creatividad y altruismo. Han reivindicado la presencia de la ética en la política. Han hecho resonar, por primera vez, las lenguas indígenas de México en el Congreso federal. Han combatido en contra de tradiciones retrógradas y promulgado una revolucionaria ley de mujeres. Han contribuído a la formación del Congreso Nacional Indígena, máxima instancia representativa de los 56 pueblos autóctonos de México. Su resistencia ha inspirado a todo el movimiento indoamericano, una fuerza creciente a nivel continental.
Los zapatistas también han reavivado el interés mundial hacia la cultura maya, divulgando en un lenguaje antiguo, nuevas certezas revolucionarias. Han suscitado una ola permanente de solidaridad internacional como no se veía desde la guerra de España. Han inspirado análisis, corridos, sitos web, tesis de licenciatura, reuniones de colectivos y centros sociales, libros, artículos, transmisiones de radio y documentales, propuestas de leyes, festivales de apoyo, iniciativas de hermanamiento, proyectos de desarrollo y manifestaciones de solidaridad en todo el mundo. Han sido los invisibles compañeros de camino en todas las manifestaciones antagonistas desde Seattle en adelante. Nos recuerdan que los principios de libertad, igualdad y fraternidad, inseparables del derecho a la felicidad, aún no han sido cumplidos por ninguna revolución. Que otro mundo es posible, necesario, urgente.
*Gianni Proiettis, corresponsal del diario italiano Il Manifesto, fue secuestrado y deportado de México en 2011 por el gobierno de Felipe Calderón

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